domingo, 29 de abril de 2012

Lo humeante de los cuadros


Un hombre cualquiera observa intrigado los retratos de la recepción, mientras un botones le sube la maleta a la habitación y el aroma de la cafetera le hace encallar en la cafetería cual canto de sirena.

Así, un hombre cualquiera disfruta en plena primavera del turismo de invierno, acomodándose en un artístico hostal de la capital. El mal tiempo le hace quedarse en las estancias confraternizando con los  huéspedes que destacan por su carácter variopinto y peculiar. Un hombre cualquiera les observa ensimismado por creerles carne de tintura para un lienzo, todo ello ambientando por una humeante pipa que se han dejado en la mesa central. En el café del hostal comienza una acalorada discusión, entre bohemias copas de vino, sobre el método cartesiano entre varios comensales y el estudiante de Heidelberg.  Junto a la ventana destaca un cuadro por el tamaño del elefante, escondiendo a una joven pareja de recién casados que preparan su luna de miel en Portugal. 

Mientras la solitaria barra sirve de cocina improvisada para dos tertulianos que dirimen sobre el punto de cocción de los crucifijos antes de irse a escandalizar a propios y extraños con una serenata nocturna. El bullicio de la estancia se eleva con las sonoras risotadas y comentarios de unas peculiares parejas formadas por mujeres con vestimentas y tocados de fallera y unos acompañantes con sombrero y mocasines, que se asemejaban a los gánsters de la banda de Botines en la convención anual de amigos de la ópera. Y al final la noche se ahoga en brazos del Kaiser, cuando los individuos se retiran a sus habitaciones.

Y así, de camino a su habitación,  un hombre cualquiera sufre el inexorable avance de las agujas del reloj, asimilando la máxima de su inscripción 'tempus fugit'.

sábado, 28 de abril de 2012

Lo degustado de la escasez


Un hombre cualquiera degusta, en tonos cálidos, humeantes comestibles con rítmicos acordeones a 330 metros por debajo de la cima de la Torre Eiffel.

La degustación de la vida está enfrenta a su propia incongruencia, que deriva en la incapacidad de abarcar todos los planes y de decidir sin conocer todas las alternativas, es decir, la escasez legitimada por un poder esquilmado por el tiempo, las ganas y el dinero. Así, un hombre cualquiera lucha contra la indecisión sobre saborear platos con especias exóticas calificados con rocambolescos seudónimos gastronómicos;  aplaudir textos inscritos en pergaminos retocados por una perspectiva vanguardista sobre un escenario; admirar pinceladas ocres en pinacotecas salvadas de necias ideas dictatoriales; acudir al suicidio solar sobre la capilla de dioses regalados del desierto; o alcanzar el cielo por decreto chulapo. 

Por ello, la satisfacción y disfrute del poder sobre los planes confeccionados sobre la marcha, le otorga a un hombre cualquiera una invertida perspectiva ante el discurrir monótono de los planificados planes preestablecidos. Así, una cita con la escanciadora de palabras y el levantino consorte nos descubren lugares apartados de elíseos enfrentamientos de papeletas para convertirnos en 'bell hop' de pantagruélicos platos, que se sirven al accionar el timbre. Mientras una soñadora en pijama recorría deseosa las dulces estanterías de horneados souvenirs.

Y así un hombre cualquiera asimila la digestión con la compra de futuras comilonas sin fecha de caducidad.

Lo borrado de la cotidianidad


Un hombre cualquiera se entristece al ver al señor Eugène Colère borrar de su agenda el número de teléfono de su desaparecido amigo Emile al volver de su funeral.

Obviamente, al fallecer deja de vivir nuestro cuerpo, reduciendo su peso en 21 gramos por la expiración de alma y mente. Todo  aquello que hemos creado y que día a día le dábamos cuerda para que funcionara se petrifican en un eterno purgatorio de espera sin infierno ni cielo al que caer o alcanzar. 

Nuestra cotidianidad, que a su vez incide e involucra a los demás personajes usuales, se vería truncada y, en la medida en que éstos necesiten de nosotros, nuestra muerte repercutirá como un dolor punzante en el brazo izquierdo o como un imperceptible pelo que cae por la fuerza de la gravedad. Mientras al otro lado de la pantalla, nuestros alter egos cibernéticos se quedarían fosilizados como estatuas tras el último golpe de cincel del escultor; ya que nuestra última actualización será la postrera aportación, conjurándose en una despedida precipitada e involuntaria para nuestros contactos y seguidores. Y al otro lado de la pantalla de bolsillo, la tecnología que nos conectaba al mundo sufrirá un autismo crónico, recibiendo llamadas o correos electrónicos  que nunca serán atendidos ni respondidos.  Y al final tras la madera de la pantalla de espejo del armario, nuestra ausencia provocará el apolillamiento hedonista de camisas y pantalones de fiesta y de diario, al mismo tiempo que los zapatos olvidan como caminar hacia adelante.

Y así un hombre cualquiera graba con tinta imborrable los nombres y números de su agenda para que queden labrados ante los infortunios del destino con el acordeón de Yann Tiersen sonando de fondo.

martes, 24 de abril de 2012

Lo indiscreto de los percebes


Un hombre cualquiera se encuentra en el dominical bazar callejero un coleccionable de Ibañez sobre 13 Rue del Percebe, recordándole como imaginaba la comunidad de vecinos de su niñez. 

La nostalgia de sus infantiles inventivas vecinales provoca que un hombre cualquiera vuelva a  atrincherarse frente a una ventana indiscreta para observar e imaginar las historias que los balcones, cortinas y persianas encierran a 12 pasos desde el felpudo de su portal. Al contrario de las sospechas del señor Jefferies, un hombre cualquiera utiliza la imaginación para guionizar las ficticias vidas de los urbanitas humanoides del edificio de enfrente. La hora perfecta se marca por las agujas cuando la tarde abandona la ciudad. Las luces encienden las estancias, desvelando cotidianidades, manías e historias que sólo interesan a sus protagonistas y a la mirada antropológicamente entrometida  de un hombre cualquiera.

Los ojos del observador viajan de la pareja del ático que cocinan mientras se cuentan el transcurrir de la jornada laboral; pasa por el enlutado anciano del segundo que coloca para la cena dos platos para celebrar un solitario aniversario a ritmo de 'Stranger in the night' que entona con su silbido; entremezclándose con el británico pitido de la tetera con olor a pastas de té recién hechas por la abuelita del primero; los curiosos ojos  ascienden hasta la terraza del tercero donde a escondidas el marido apura un furtivo cigarrillo, mientras su mujer se hace la despistada actualizando el álbum de fotos con los recién llegados a la familia; en el bajo derecha, un cinexin sirve de candela para iluminar las adormiladas caras de los dos pequeños hermanos de camino a freudianos sueños;  y la exploración termina con el primer beso de la adolescente pareja asentados en el frío mármol a un peldaño del cielo.

Y así un hombre cualquiera descubre nuevas historias mientras le observa un indiscreto vecino, que se apresura a esconderse, imprimiendo un hitchockniano perfil sobre el cortinaje.  

jueves, 19 de abril de 2012

Lo feliz de los usufructos



Un hombre cualquiera ha comenzado una carrera de fondo para escapar de las corrosivas manchas de los números rojos,  de los aplastantes delirios con paquidermos  y de los tijeretazos administrados sin remiendos anestésicos posteriores.

Y es que un hombre cualquiera sufre de odinofobia, es decir, miedo al dolor y a la pena. Y, por ello, busca la inmunidad  a través de la aplicación de usufructos felices al alcance de la mano y de la mente:
En primer lugar, aprovecha el sueño. Un hombre cualquiera ha convertido al colchón y las sábanas en unos herméticos diques de contención que suponen un reducto acolchado y templado de evasión realista. Así el descanso nuestro de cada día nos deja inconscientes de la realidad, ya sea con empalagosas comedias románticas, una tétrica película de terror o una de romanos.

En segundo lugar, amortiza el olvido. El alzhéimer voluntario se vincula a la creación de futuros recuerdos provechosos y productivos, a través de la terapéutica utilización del humor.  Así,  un hombre cualquiera ha desintonizado coléricos canales del fanatismo apocalíptico, se ha convertido en beato seguidor de los histriónicos bufones que glorifican con la risa y se ha pasado al contrabando de mejunjes derivados del óxido nitroso. 

Y, en tercer lugar, explota la locura. Sin necesidad de encorsetarse en entalladas camisas de fuerza o recostarse en nacionalizados divanes, un hombre cualquiera relativiza la demencia a través de la imaginación.  Así, la locura bulle de la creación de fílmicos guiones, de alistarse a bombardeos de novedosos proyectos  o de la  fabricación de productos soñados. 

Y así un hombre cualquiera ilumina un mundo paralelo con la cálida luz del tungsteno, alimenta las arrugas a través de las carcajadas y alarga la noche hasta el mediodía junto a la soñadora en pijama.

martes, 17 de abril de 2012

Lo esperanzado de una botella


Un hombre cualquiera empatiza con el náufrago que firma su pergamino, antes de inyectarlo en el interior de una botella, sellarlo a golpe de corcho y lanzarlo esperanzado al espíritu salvavidas de la mar.

El involuntario ermitaño está esperanzado porque su mensaje llegue a unas manos solidarias, bien sea, entre las redes de un pesquero, en la arenosa superficie de una cala o a un remo de distancia para liberarle de su aislamiento insular. Sin embargo, la botella se deja llevar por corrientes sin un rumbo claro, navegando a la deriva su propia existencia y la anhelada esperanza que contiene. Los bandazos del frasco de vidrio se mueven al ritmo de los embaucadores cantos de sirenas, rebotando en el afilado y neptuniano tridente que da palos de ciego ante las tempestades y temporales. 

El tiempo hace mella en un debilitado náufrago que malvive desalentado porque su mensaje se haya hundido en su camino hacia la anhelada protección del Leviatán. Pero, aunque el protector lo intenta, su ceguera y sus temblorosas manos chapotean en la orilla y agitan las aguas y envían con la resaca la botella, el mensaje y la esperanza mar adentro. 

Así un hombre cualquiera cierra el periódico para emerger justo cuando tiene el agua al cuello, recuperando el aliento mientras flota entre los vidriosos reflejos del cementerio de las botellas relegadas al olvido.

domingo, 15 de abril de 2012

Lo titánico de la muerte


Un hombre cualquiera navega con cautela por cibernéticos mares  ante el aniversario del hundimiento más profético del devenir de un convulso y veinteañero siglo.

Un hombre cualquiera se despierta sintiendo el frío iceberg partiendo el Titanic en dos mortíferas mitades, mientras la vida se helaba ante el fatídico destino del vacío. La sinfonía de la orquesta comenzó a desafinar al ritmo del hundimiento, propiciando el aterrador preludio de la guerra, el miedo y el hambre. Así, los desentonados acordes fueron acallados por cañones, dictatoriales voces y bombas que sembraron odio y miseria por doquier. 

Los lujosos vestidos, las resplandecientes joyas y los gruesos fajos de billetes no sirvieron como recompensa o retribución por un sitio en  el bote, un trozo de madera flotante o un lugar en el cielo para no expirar por congelamiento en un infierno de hielo y nieve. Y es que el precio de la vida sólo se sabe cifrar ante las agónicas negociaciones y amenazas que la muerte impone.  

Y así un hombre cualquiera aprendió a desconfiar de embarcarse en ostentosos proyectos donde la ruta esté dirigida por inexactas brújulas que se pierdan hacia el norte.