Un hombre cualquiera recibe
estrictas indicaciones de silencio y ocultación sobre asuntos reservados para
la opinión pública a pesar de los agravantes y la publicidad hecha de los
delitos.
Los secretos se encuentran heridos
de muerte desde su más tierna gestación, sufriendo la letal estocada en el
propio clímax del coito. El símil sexual se basa en la excitación que ambos
casos producen por lo prohibido e íntimo que suponen, ya que ambos surgen del
ámbito privado, muestran aspectos y elementos ocultos al público y acaban con sus
protagonistas abatidos, sudorosos y, sobre todo, relajados por soltar lastre. Además,
tras el agradable cosquilleo y la innata y virginal pérdida, su práctica se
vuelve liviana y, en el mejor de los casos, cotidiana y libidinosa.
Además, la conjunción y la
yuxtaposición atañen a todas las personas del plural y del singular, tanto el
sexo puede ser secreto, como éstos pueden ser sexuales. Así, la íntima relación
simbiótica puede fundirse en una creciente bola de nieve que nos asola al más
puro estilo de Indiana Jones y el arca perdida. Si este es el caso, lo
problemático de la divulgación del secreto y lo desvelado de la incesante
práctica contraen importantes consecuencias por la excitada cafeína y el sufrido insomnio, que
acaban generando una extendida pandemia de orejas arrugadas e imperfectas
miradas con ojeras a la mañana siguiente.
Y así un hombre cualquiera se
confina en una ecléctica clausura ante los secretos a voces que se pasean por
las calles y plazas siguiendo las indicaciones cartográficas de una frívola
veleta.
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