miércoles, 30 de mayo de 2012

Lo voluble de las butacas



Un hombre cualquiera se acomoda en una cinéfila butaca para observar la vida a veinticuatro fotogramas por segundo como un mero espectador de su propio tiempo.

La voluble cámara enmarca arbitrariamente la realidad entre los mecanizados párpados del visor, obviando o incluyendo involuntariamente los molestos fuera de campo o las pequeñas grandes historias de personajes sumidos en la intimidad de sus vidas. Así, cuando la película nada en un velado celuloide, un hombre cualquiera se entretiene esbozando lo agazapado del encuadre, fabricando elucubraciones sobre los personajes e improvisando desconocidos escenarios.

A pesar de la persistencia del re-encuadre, la realidad se escapa a través de las preparadas líneas de fuga o salta por los aires por medio del terrorista fallo de raccord, que destruye la guionizada continuidad. Sin embargo, el carácter fugitivo y escurridizo de la realidad se proyecta incompleta ante los manipulados ojos de los espectadores que se resignan a percibir solamente la parcialidad de la realidad y a imaginarse lo que la cámara les oculta.

Así, un hombre cualquiera se precipita de la butaca para aferrarse a la realidad con los pies en paralelo sobre el suelo a 667 metros sobre el nivel del mar.

lunes, 28 de mayo de 2012

Lo horneado de la longevidad


Un hombre cualquiera percibe un suculento aroma a galletas recién hechas, como pantagruélica alarma del punto exacto de horneado.

En una plataforma giratoria, el horno se encuentra en mitad de un moderno escenario al abrigo de un grupo de seis septuagenarias de la recóndita y fría estepa rusa. Las señoras visten unos típicos trajes tradicionales de la época del Zar y se contonean al ritmo de una moscovita pieza folclórica, hasta que las luces comienza a moverse y la armonía musical se convierte en una vibrante música disco. El pegadizo ritmo sacude el olor a alcanfor y neftalina de las simpáticas norteñas, que olvidan por completo las dulces pastas que han puesto a hornear.

Sin embargo, el aroma a mantequilla, chocolate y azúcar atrae a las ancianas que se encaminan hacia el horno para coronar su actuación con una bandeja de pastas, que reivindica la modernidad de lo tradicional y remplazan la vergüenza por simpatía. La experiencia, que no contarán a sus nietos porque les están viviendo, rezuma desparpajo y fama a unas señoras que salieron de la invisibilidad que les sume la sombra del Kremlin para disfrutar y ascender al segundo puesto de un denostado concurso musical de geopolítica europea de andar por casa. 

Y así un hombre cualquiera descubre lo adorable de la longevidad, al saborear las dulces recetas que se esconden detrás del antiguo telón de acero.  

martes, 22 de mayo de 2012

Lo encriptado de los silencios


Un hombre cualquiera recibe un encriptado mensaje Morse, cuyas líneas y puntos son indescifrables signos sin sentido ni lógica para su cordura. 

Lo que provoca que un hombre cualquiera dude sobre la puntualización de sus afirmaciones, la coronación de sus interrogantes y la suspensión a tres puntos de la incertidumbre. Y hasta las críticas dudas hacen saltar por los aires los puntos de sutura de enunciados que, aunque inconexos y apartados, acaban influenciándose unos a otros.

Por ello, la importancia de encontrar un punto perfecto para pasar al siguiente párrafo se acaba convirtiendo en un línea vista de perfil, que esconde un infinito trayecto a una remota dimensión. Pero la búsqueda de la puntualización sigue complicándose cuando las primeras gotas de la tormenta infectan la acera de un sarampión con millones de puntos aislados y aleatorios sobre un incierto camino, que se desvanece con el incesante goteo que acaba cubriendo cualquier señal. 

Y así un hombre cualquiera consigue pinchar su bolígrafo en un punto final que acaba siendo un incómodo silencio sin posibilidad de rellenarlo.

miércoles, 16 de mayo de 2012

Lo metálico del skyline


Un hombre cualquiera pasea tranquilo por la acera cuando unos metalúrgicos truenos le sobresaltan ante  la centenaria ferretería de la esquina. 

El sonido es inconfundible, metálico y chirriante. Junto al mostrador una mujer de mediana edad con chaqueta, zapatos de tacón bajo y un portafolios de cuero ocre espera a recibir su pedido. El dependiente de espaldas afila y pule los dientes de un metálico skyline que abre las puertas para un matrimonio que estrena su primera propiedad, unos jóvenes inquilinos que vuelan en busca de un nuevo nido o unos ancianos cuyo viejo piso se quedó demasiado grande para su vida de cotidianidad, novelas y paseos hacia el ocaso. La compradora le indica al vendedor que lo apunte en la cuenta de la inmobiliaria y abandona la ferretería escondiendo en el portafolios las llaves que abrirán las cerraduras de futuros recuerdos. 

Un hombre cualquiera reflexiona sobre el oxímoron de unas llaves, que radica en la grandeza inmaterial y tangible que pueden encerrar unas pequeñas piezas metálicas. Así, mientras la mujer se dirige al piso, los nuevos inquilinos miran impacientes ante la cerradura que encierra pasillos aptos para gatunas batallas de laser tag; habitaciones donde soñar viejos recuerdos o crear nuevas aventuras; una cocina donde preparar ideas al horno con un imprescindible toque de queso; un tecnológico salón donde dirimir indignadas conversaciones sobre jardinería o un baño con indiscretos espejos a la hora de la ducha.

Así, un hombre cualquiera hace sonar su bolsillo para escuchar un metálico sonido que le recuerda lo dulce del hogar.

jueves, 10 de mayo de 2012

Lo afilado del terror


Un hombre cualquiera presencia en el sótano número tres de un parking la personificación de Robespierre a través de las mortales amenazas de un padre a su hijo por hundir sus mugrientas falanges en su genética herencia judía.

Tras subir a la superficie, la soleada libertad se eclipsa por la interposición  del terrorismo  ante las inocentes víctimas, que se acaban cobijando en las tinieblas del miedo. Y, paradójicamente, la imposición del terror se contrapone a la libertad del miedo, que se mide por la fortaleza del torturado a las amenazas o por la debilidad moral demostrada por el terrorista. Por ello, el sentimiento de miedo se aplica en función de la capacidad de aminorarlo o contrarrestarlo por la víctima en su lucha contra las fobias y amenazas que le coartan la ansiada libertad. 

El terror se precipita con el rápido descenso de la guillotina hasta el cuello, propagando el miedo a través de las ensangrentadas salpicaduras por el rodar del seccionado cráneo sobre la tarima. El horripilante gesto facial del ejecutado y las pávidas manchas de sangre de las vestimentas y rostros de los espectadores adiestran a los testigos y ausentes con mayor resultado que las apocalípticas narraciones de plagas y catástrofes bíblicas de los sermones dominicales. 

Y así un hombre cualquiera blanquea los ropajes ensangrentados mientras el verdugo afila una vez más la hoja de la guillotina.   

lunes, 7 de mayo de 2012

Lo cibernético de la realidad


Un hombre cualquiera navega por lo tridimensional de la realidad, convirtiéndose en un ermitaño de los espacios cibernéticos.

Sumergirse demasiado en los mundos cibernéticos acaba por ahogar la vida real. Sin duda, la profundidad a la que los usuarios se sumergen provoca que ninguna bombona de oxígeno les permita bucear tanto tiempo sin que pierdan el norte real de la brújula. Las sirenas escondidas tras luminosos banners y pretenciosos links abocan a los usuarios a sumergirse a pulmón descubierto para evadirse de un espacio real donde la trivialidad y lo banal les oxidan como los restos de un metálico hundimiento. 

El individuo se convierte en un ciego esquizofrénico que es incapaz de descubrir lo irreal de lo cibernético y lo inventado de lo real. La narración de la vida a golpe de un escaso centenar y medio de caracteres describe una imperceptible línea entre dos inciertos espacios formados por experiencias ficticias e historias reales. Al final la realidad impregna lo cibernético, retroalimentándose mutuamente.

Y así un hombre cualquiera se sitúa en un equilibrado limbo entre lo material de la realidad y lo abstracto de lo telemático.

jueves, 3 de mayo de 2012

Lo bipolar de los altillos


Un hombre cualquiera evita los confesionarios por considerarlos altavoces públicos de la intimidad y del juicio ajeno, que sólo uno mismo debe administrarse por ser trabajo de su propia moralidad.

Sin duda, los confesores son conocedores de la soledad que los secretos aportan y, como al ser entes sociales, los confesados necesitan alejarse de dicha soledad que les corroe y  perturba internamente. Así, la liberación del aislamiento pasa por la publicación y manifestación a un confesor, adquiriendo la bipolar doble personalidad de una moneda, ya que se convierten en ayuda y amenaza al mismo tiempo. Y así, lo perecedero de la divulgación del secreto se equipara a la belleza o a los fuegos artificiales que sólo embelesan a los que los miran lo que dura su explosión antes de convertirse en decrepitud y en pestilente aroma a pólvora. 

Así, la proclamación de los secretos se acaban colocando como las maletas en el altillo de un armario para permanecer visibles para todos y, al mismo tiempo, apartados porque los efectos secundario de la liberación suponen una molestia crónica al redimido. 

Y así un hombre cualquiera siempre que se confiesa y se da la absolución, aprendiendo a ser confesado confesor de sus propios secretos.