sábado, 28 de julio de 2012

Lo adelantado del minutero


Un hombre cualquiera vive, literalmente, bajo un espacio-temporal adelantado a su tiempo cinco minutos más allá del meridiano de Greenwich. 

El reloj de la plaza marca las 17:00 bajo una incandescente solana que convierte los adoquines en carbonizadas brasas para la barbacoa. Mientras, en el piso de arriba, la vecina ya ha terminado el té, ya que hace cinco minutos que la tetera cantó al unísono con su reloj de pie del salón. Sí, la razón estriba en que la vecina vive cinco minutos por delante del resto del vecindario y, en consecuencia, de los habitantes que se rigen por el huso horario al que pertenecemos. Así, su curioso dominio del tiempo le incide desigualmente porque aunque siempre llega con puntualidad a sus citas, también sufre esperas innecesarias allá donde vaya. Nunca le han preguntado por el secreto de su juventud porque su vida ha sufrido en envejecimiento prematuro, sino afectado a su esculpida belleza sí al arrugado paso del tiempo. 

Un hombre cualquiera sufre las consecuencias temporales de su vecina y reside en esa tierra de nadie que son los pasos fronterizos, donde ningún trapo izado hace patria soberana sobre los que sobreviven con los pies en el suelo. Así, las señales horarias del piso de arriba y la percepción propia del tiempo le sitúan, a un hombre cualquiera, en un limbo continuo que le convierte en un enfermo bipolar que viaja del pasado y regresa del futuro al subir y bajar del rellano. Las oscilaciones de las agujas del reloj repercuten en una ida y vuelta con humos de ayer y hoy, como el vuelo del botafumeiro antes de ser frenado por los tiraboleiros.

Y así un hombre cualquiera ha descubierto su peculiar máquina del tiempo que le transporta en el minutero sin preocuparse por las averías del condensador de flujo del DeLorean.

jueves, 26 de julio de 2012

Lo memorable de los empachos


Un hombre cualquiera gusta de rebuscar la complejidad de las alocuciones transcritas a golpe del teclado de una Olympia. 

Lo enmarañado, lo complejo, en definitiva, las ramas interconectadas de los asuntos cotidianos y extraordinarios le sirven a un hombre cualquiera para exponer experiencias y anécdotas como un predicador en el desierto. La razón estriba en que la reflexión sobre lo ininteligible revitaliza y entrena la mente, propiciando la rapidez ante los retos sencillos. Además, un hombre cualquiera adorna hasta el empacho barroco, no por exceso manuscrito, sino por descripción detallada de lo vivido, mutando cada detalle en un hecho memorable.

 Las fáciles críticas chocan contra el acantilado y la dura roca, que se refuerzan en su rígido arte de hacer rebotar la marea, como el frontón devuelve la pelota a la mano del pelotari. Sin embargo, la constante y percutora acción sobre la dureza acaba dañando y resquebrajándola. Y al final la compleja disertación sobre los paradigmas reflexivos acaba con el sencillo portazo de un punto y final. 

Y así un hombre cualquiera sólo le queda marcar la definitiva tecla sobre el papel.

viernes, 6 de julio de 2012

Lo evadido de la realidad


Un hombre cualquiera intenta esquivar  la asfixiante realidad utilizando túneles hacia el bosque excavados por claustrofóbicos adalides de la libertad. 

Los planes de huída necesitan de alternativas al proyecto inicial por si los 'monos' acaban descubriéndonos y nos mandan a la nevera. Las ansias de libertad motivan al preso a retomar un buen comportamiento cívico, acallar su ira a flor de piel y acatar normas ancladas en un pensamiento invertido al suyo propio. En este caso, el 'maquiavélico' dogma de que el fin justifica los medios se convierte en absoluto y prioritario para alcanzar el aire fresco y la pávida incertidumbre fuera de los atestados barracones. 

Tras arrastrarnos durante un centenar de metros bajo tierra sólo nos queda correr hacia el bosque y buscar un compendio de subterfugios extra para llegar a casa. Lo oculto a 10 metros bajo el suelo se encuentra lejos de indiscretos ojos y peligrosos rastreadores, pero una vez en la superficie la escapatoria se recrudece al convertirnos en blanco de francotiradores y espías. Al final, los riesgos de la deserción se miden por el número de mártires y por las melancólicas alegrías de los que han conseguido pasar la frontera.  

Y así un hombre cualquiera se convierte en un fugitivo con la maleta preparada detrás de la puerta como beneficiario de la Gran Evasión.