Un hombre cualquiera vive,
literalmente, bajo un espacio-temporal adelantado a su tiempo cinco minutos más
allá del meridiano de Greenwich.
El reloj de la plaza marca las
17:00 bajo una incandescente solana que convierte los adoquines en carbonizadas
brasas para la barbacoa. Mientras, en el piso de arriba, la vecina ya ha terminado
el té, ya que hace cinco minutos que la tetera cantó al unísono con su reloj de
pie del salón. Sí, la razón estriba en que la vecina vive cinco minutos por
delante del resto del vecindario y, en consecuencia, de los habitantes que se
rigen por el huso horario al que pertenecemos. Así, su curioso dominio del
tiempo le incide desigualmente porque aunque siempre llega con puntualidad a
sus citas, también sufre esperas innecesarias allá donde vaya. Nunca le han
preguntado por el secreto de su juventud porque su vida ha sufrido en
envejecimiento prematuro, sino afectado a su esculpida belleza sí al arrugado
paso del tiempo.
Un hombre cualquiera sufre las
consecuencias temporales de su vecina y reside en esa tierra de nadie que son
los pasos fronterizos, donde ningún trapo izado hace patria soberana sobre los
que sobreviven con los pies en el suelo. Así, las señales horarias del piso de
arriba y la percepción propia del tiempo le sitúan, a un hombre cualquiera, en
un limbo continuo que le convierte en un enfermo bipolar que viaja del pasado y
regresa del futuro al subir y bajar del rellano. Las oscilaciones de las agujas
del reloj repercuten en una ida y vuelta con humos de ayer y hoy, como el vuelo
del botafumeiro antes de ser frenado por los tiraboleiros.
Y así un hombre cualquiera ha
descubierto su peculiar máquina del tiempo que le transporta en el minutero sin
preocuparse por las averías del condensador de flujo del DeLorean.