Un hombre cualquiera se comporta cívicamente en sus deberes
sociales, siendo ecuánime ante las desigualdades y laico ante los envites
autoritarios de los designios divinos.
Si un hombre cualquiera debiera confesarse devoto de algún
pecado capital, sin duda, la pereza se erigiría en el principal error a redimir
y absolver a través de sus plegarias. Porque sólo la pereza le arropa con el
leve devaneo de una mecedora que, casi sin tocar el suelo, le exime de cualquier
responsabilidad y obligación. Sus
acolchados brazos le zambullen en las pesadas aguas de un mar muerto donde
nadar se convierte en una suave deriva en la más inhóspita y vacía quimera.
El oxímoron de la pétrea quietud ante la vida deviene en una
muerte prematura, acompasada por un corazón sin ritmo, ni sangre que riegue la
colorada tez que la alegría contagia sobre las mejillas. Así, todo se convierte
en una eterna espera donde los sueños y las ilusiones acaban patinando entre
los dedos, mientras las miradas ensimismadas sólo tienen ojos para las sirenas
del horizonte que obvian lo cercano a una caricia de distancia.
Y así, un hombre cualquiera huye ante el último tren mientras
las luces de la estación se van apagando para evitar convertirse en la más
terrible, oscura y solitaria nada.