Un hombre cualquiera busca una salida de emergencia en pleno movimiento
de rotación de la realidad.
Al calor del tiempo las lagrimas destilan gota a gota el ultra congelado
corazón que utiliza la hibernación como suicida escapatoria a la primavera
árabe. Mientras, al otro lado del estrecho, las canas añoran la época de los
eficientes vendedores de arena en el desierto, frente al tiñoso chapapote del
dinero negro que emborrona el virginal honor de los sobres de la jornada
electoral antes de que penetren las corruptas urnas del sistema establecido.
Y a ras de asfalto un nonato presidente del gobierno se muere de risa,
por aborto involuntario, de su caricaturizada réplica del presente; mientras el
porrazo con sinrazón de un fanático antidisturbios le aplica la ley del talión.
A escasos kilómetros de allí el camarlengo destruye el anillo del pescador,
tras introducir el frío aro de metal en su dedo corazón, sin protección al
veneno del poder.
Y así un hombre cualquiera se marea y pierde el conocimiento porque el
vertiginoso avance del mundo le impide encontrar una cápsula de biodramina entre
las pastillas para no dormir.
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