domingo, 30 de junio de 2013

Lo imposible del reflejo



Un hombre cualquiera se queda ensimismado entre los brazos de su musa por un ataque del síndrome de Stendhal.

El éxtasis de la gloria emborracha de felicidad cada rincón de un país que siempre se quedaba sin cuartos en la cuenta corriente. Pero para ella esa noche supuso, además, estrenar un pijama con el que soñar recuerdos que se conjugarían en un futuro perfecto con un nosotros como sujeto. Y así dormir a la intemperie para ver las fugaces estrellas de Bagdad, ahora que...

Y el barbecho del tiempo convirtió las semillas del vacío en maíz para hornear a fuego lento y que exploten en palomitas, que ella sazona cuando saben insípidas y las endulza cuando la película no tiene un final feliz. Y siempre queda ese olor a palomitas recién hechas cuando la película sigue su curso por las sinuosos renglones del guión, que dan vida a unos personajes que se convierten en protagonistas por el mágico don del séptimo arte.

Y así un hombre cualquiera cree imposible escribir algo más bonito que el reflejo de la soñadora en pijama en el espejo.

martes, 18 de junio de 2013

Lo conocido de los secretos


Un hombre cualquiera se queda de rodríguez el fin de semana y, en el silencioso vacío del hogar, descubre las vecinas vidas al otro lado del tabique.
 
La mancha del carmín intenta mimetizarse en el fino borde de la copa con la sutilidad de un funambulista camaleón daltónico. El fin de semana se había esfumado entre las vaporosas sábanas que rozaban sus cuerpos desnudos y cautivos del tiempo. Ella se había fugado a hurtadillas para evitar el precipicio de la despedida, cuando la excusa del congreso semestral sobre neurología se agotaba entre las manecillas del reloj. Mientras, él, tras hacer una limpieza rápida entre la moqueta de la habitación y la tarima del salón, tecleó tres o cuatro folios en la antigua Olympia como aciaga cuartada de un fin de semana sin la compañía de las musas.
 
Y allí en un ángulo indiscreto junto al espejo, un gemelo reflejo duplicaba la prueba carnal y furtiva del delito, cuando los últimos granos de arena del reloj desmontaban la pirámide invertida al sonar el timbre de la puerta. Al otro lado, la abuela devuelve a los dos benjamines con mochila y maleta en pleno proceso de digestión del pantagruélico festín del fin de semana. Al abrir la puerta, ambos se lanzan a abrazar a su padre, mientras la abuela lleva sus equipajes a su habitación. Al llegar junto a la puerta del dormitorio principal observa la huella de carmín sobre el filo de bohemia, hacía años que sabía que las excusas de ambos suponían un respiro de la monotonía y que, al menos, tenían 48 horas para soltar lastre. En ese momento, el chirrido de la puerta se entremezcla con las carreras de los dos pequeños hacia su madre. La abuela se abalanza sobre la copa y la esconde en el armario para custodiar el secreto en la oscuridad de lo conocido.
 
Y así un hombre cualquiera se pregunta por los códigos secretos que las madres tejen para que los tapetes eviten las ralladuras y los roces sobre las hojas del libro de familia.

martes, 11 de junio de 2013

Lo impertérrito de las tormentas


Un hombre cualquiera duda entre su reencarnación en lord inglés y una crónica pluviofobia porque siempre que el tiempo lo aconseja se acompaña por un paraguas negro.
Las precoces nubes de verano barruntan tormenta con su decoloración del gris ceniza al negro tizón. El olor a ozono embriaga el ambiente y las primeras gotas se esfuman con el leve contacto con el firme desierto de cemento, tierra y asfalto. La agorera estampa predice por un momento el futuro ocaso estival, destilando la tristeza de agotar la felicidad de unos días sin billete de vuelta. Así, las tormentas de verano son recordatorios periódicos de la fugacidad, cuando el calor infernal  y los recuerdos rellenos de arena de playa comienzan su proceso de hibernación en las postrimerías de octubre.
La felicidad y la tristeza se intercalan por necesidad, ya que los pantagruélicos empachos se contrarrestan con el vacío de la inanición. Los estados de ánimo y los procesos corporales necesitan descansar de las endorfinas y tensiones porque los ciclos se proyectan en estabilidad y los abusos en desajustes. Al final, las tormentas son teloneras de la calma como los fugaces enfados de los enamorados antes de la tórrida firma de la paz a treinta y seis grados centígrados por debajo de la sábana.
Y así un hombre cualquiera resuelve su acuático conflicto, al tomar el té bajo la tensión de la tela impermeable, impertérrito ante una secuela del diluvio universal.

lunes, 3 de junio de 2013

Lo pendiente de los ángeles


Un hombre cualquiera se despierta con el cortante ruido de una vecina persiana, que rebana la oscuridad con la complicidad del amanecer, en la fachada de la acera de enfrente.
Ella se atavió con el vestido de color verde mantis religiosa, que había dejado caer al azar sobre el diván la noche anterior, junto a los ojos indiscretos del espejo.  Unos pasos más allá, la puerta medio abierta del baño dejaba una rendija para voyeurs de la intimidad, mientras se arreglaba sus ondas pelirrojas y se perfilaba el maquillaje, como quien le quita el polvo a una obra maestra para ensalzar una venusiana belleza griega.
 
Ella siempre dejaba para el final los pendientes en su cotidiana coreografía del sueño a la realidad. Los cuelga delicadamente sobre sus lóbulos en un funambulista acto decorativo contra la gravedad. La alada y angelical forma de los pendientes descansaban en el bote de cloruro para desangrar sus plumas dactilares, que podían describir el atestado del crimen con la escandalosa voz en grito del goteo de la hemoglobina. Sin embargo, la experiencia le había enseñado a borrar sus huellas ante la amenazante e inoportuna visita de Jessica Fletcher.
Y así un hombre cualquiera observa como la persiana y las ventanas abiertas de par en par, en la fachada de enfrente,  liberan el alma secuestrada por un mundano cuerpo cansado de vivir.