lunes, 28 de octubre de 2013

Lo catódico de los cúbitos




Un hombre cualquiera se topa con múltiples televisores de rayos catódicos abandonados en las calles frente a una vírica estampa de brazos en cabestrillo.



Las repeticiones de casualidades se transforman de extrañeza a cotidianidad, en plena calle, cuando pasan del campo visible al punto ciego. Así, la última semana se ha emitido a través de una anticuada caja televisiva colgada, en cabestrillo, sobre un impronunciable mueble de IKEA. Sin duda, desconozco el motivo. Quizá una oferta desmesurada de anoréxicos plasmas ha condicionado el desorbitado número de cadáveres catódicos en las calles; o bien, una plaga de termitas han devorado las voluminosas transmisiones del UHF en blanco y negro con acolchados bigotes al estilo de José María Iñigo.



Ninguna prueba empírica ha demostrado la vinculación entre  la proliferación de los indigentes aparatos televisivos y el ejército de tullidos espectadores con sus siniestras fracturas asimétricas. Además, esta masificación (de aparatos y aparatosos) se ha producido a plena luz del día con una programada premeditación, intentando ocultar la evidencia de las casualidades que se repiten en la más absoluta normalidad.


Y así un hombre cualquiera acude a urgencias por un brazo dislocado, tras comprarse una nueva televisión de plasma para el sueco mueble del salón.  

lunes, 21 de octubre de 2013

Lo cuantificable de los días



Un hombre cualquiera hace cuentas sin facturas ni justificantes para la Agencia Tributaria, a través de un detallado presupuesto del día a día.

Los números nos cuantifican los detalles más superfluos y profundos de la vida, sin que nos demos cuenta de la fórmula matemática que calcula la cotidianidad. El segundo antes de que la alarma suelte su alarido matutino. El cálculo de la parábola que te lleva de los sueños a la realidad. El número de ingredientes de la receta del desayuno de los campeones. Los litros de minerales del agua que purifican cuerpo y alma, tras calentarse en los fogones fatuos del butano. El tamaño de los escalones que separan el dulce hogar del amargo asfalto. El pin del móvil y, también, de la tarjeta de débito, para comprobar los céntimos por digito cuadrado. El código postal para la correspondencia electrónica. La talla de pie del que te ha pisado en la cola de espera (y el de la madre que le parió). El precio del menú del mediodía con IVA incluido. Fin de la primera parte de la parte contratante ( 50% del día cargado).

Los centímetros de periódico sobre política nacional y sumergida, incluyendo el número de corruptos por escaño per cápita. Los catatónicos minutos frente a la pantalla después de comer (modo siesta on). Los gramos de té diluyéndose al calor de la tetera, junto a la circunferencia perfecta de la lata de galletas de mantequilla. La duración del ocaso nuestro de cada día. El prefijo familiar hace sonar el inalámbrico a la hora de la cena. Los acolchados centímetros de comodidad sobre el sofá frente a la ficticia realidad transmitida por ondas herzianas. El dulce sabor por onzas cúbicas. El cuentakilómetros de la balanza entre sueños y pesadillas a tres kilos por debajo de las mantas (100% del día cargado).

Y así un hombre cualquiera gasta las cifras de la máquina registradora cuando hace inventario de los números de la cotidianidad.

lunes, 14 de octubre de 2013

Lo infantil de los adultos




Un hombre cualquiera recuerda los juegos de la infancia al pasar junto a un colegio en el tiempo del recreo matinal.

Los niños juegan y corren al viejo juego de pillarse y salvarse, en el tiempo del descuento, con la rápida alocución de "casa". Así, el perseguidor se quedaba con un palmo de narices, porque el esfuerzo realizado se quedaba en agua de borrajas cuando, prácticamente, tenía en su poder al perseguido. Sin embargo, el juego ha evolucionado, desde la tierna infancia del observador y hasta la madurada actualidad, ya que la imitación de los niños se ha visto influenciada por  sus mayores. Así, aplicando la incierta figura de la inmunidad diplomática (y sus variantes políticas) los niños han vaciado de diversión el juego, convirtiéndose en Don Tancredo a la voz de "inmunidad" para evitar ser pillados por unos incautos perseguidores a los que sólo les queda indignarse porque la banca siempre gana. 

La inmundicia de la inmunidad reside en la corrupta concepción de dicha figura jurídica, que permite el derecho de pernada sin filtrar la innata maldad del hombre. Este egoísmo antropomórfico busca el engaño y la transformación por el propio interés, como el propio Don Tancredo que evita el enviste del toro para acabar asentándole la puntilla con su mortal vestimenta de negativo fotográfico. 

Y así un hombre cualquiera entiende la pésima influencia de los mayores sobre la inocencia infantil que les acaba transformando en lo peor de ellos mismos, adultos.

lunes, 7 de octubre de 2013

Lo congelado de las sospechas





Un hombre cualquiera distrae al aburrimiento de media tarde observando la cotidianidad de las tiendas del barrio, desde la atalaya del balcón, tras las copas de los árboles.


Entre la hilera de árboles que definen las líneas de fuga de la calle, aparece el cascarrabias del piso de arriba, que rompe su marcial rutina para acercarse a la farmacia en la intempestiva hora del descuento. No esconde su antipatía por el gracioso loro que recibe a clientes y proveedores, regalándole algún improperio, entre dientes, al plumado; mientras hace sonar la campanilla de la puerta de entrada. Al día siguiente, el cambio de estación del verano al otoño, lleva a un hombre cualquiera a visitar al dueño del loro, aunque le recibe una versión rejuvenecida del mismo. Pero, lo más extraño es la ausencia de la simpática psitácida, que no se encontraba en su acostumbrado pedestal con alpiste y jibia. Tras finalizar su compra y salir de la farmacia, el vecino de arriba, con una inhabitual felicidad en su rostro, le dedica un histórico buenos días, frente a su acostumbrado gruñido mañanero. 


El atardecer agranda las sombras hasta convertir la oscuridad en una gran negrura, que esconde las vidas en la privacidad de los hogares. A media luz con las persianas a media asta, un hombre cualquiera, al más puro estilo de un espía del MI6, se pasó tarde y noche a la espera de alguna señal o rumor del piso de arriba. Sin embargo, ni un solo graznido ni ningún esclarecedor sonido dejo sus sospechas resueltas. Iba a dejar toda esperanza de desenlace, cuando al filo de la media noche, unos imprecisos pasos se arrastraron hasta la cocina, abriendo la puerta del congelador con gran violencia. Tras unos segundos de incertidumbre, un peso cayó al suelo, rompiéndose en mil añicos.
 
Y así un hombre cualquiera descubre con la poda otoñal que el loro y su dueño se han jubilado al piso de arriba con una buena despensa bajo sus pies contra virus y otoñales catarros al estrenar octubre.