Un
hombre cualquiera se topa con múltiples televisores de rayos catódicos
abandonados en las calles frente a una vírica estampa de brazos en cabestrillo.
Las
repeticiones de casualidades se transforman de extrañeza a cotidianidad, en
plena calle, cuando pasan del campo visible al punto ciego. Así, la última
semana se ha emitido a través de una anticuada caja televisiva colgada, en
cabestrillo, sobre un impronunciable mueble de IKEA. Sin duda, desconozco el
motivo. Quizá una oferta desmesurada de anoréxicos plasmas ha condicionado el
desorbitado número de cadáveres catódicos en las calles; o bien, una plaga de
termitas han devorado las voluminosas transmisiones del UHF en blanco y negro
con acolchados bigotes al estilo de José María Iñigo.
Ninguna
prueba empírica ha demostrado la vinculación entre la proliferación de los indigentes aparatos
televisivos y el ejército de tullidos espectadores con sus siniestras fracturas
asimétricas. Además, esta masificación (de aparatos y aparatosos) se ha
producido a plena luz del día con una programada premeditación, intentando
ocultar la evidencia de las casualidades que se repiten en la más absoluta
normalidad.
Y así un hombre cualquiera acude a urgencias por un brazo dislocado, tras comprarse una nueva televisión de plasma para el sueco mueble del salón.