martes, 26 de noviembre de 2013

Lo sonámbulo de la banca

Un hombre cualquiera acude a su cita mensual con la banca, que es un colchón sobre el que dormir con las ojeras de un sonámbulo.

La visita al banco se hace como cliente, pero uno se siente esclavo porque el dinero compra nuestra cotidianidad y contabiliza nuestro tiempo por céntimo ahorrado.  Tras pasar el arco metálico, por nuestra seguridad y la de su dinero, hay que apretarse la corbata porque la hebilla del cinturón no encuentra más agujeros que escalar. ¡ESPERE SU TURNO! (un silencioso grito desde el infernal mármol) mientras, al otro lado de la línea, unos cuchicheos negocian un nimio alto interés al enormísimo porcentaje TAE.

Tras abandonar el confesionario el anterior esclavo corriente, los ojos del cajero con su media sonrisa deja congelado el ardiente enrojecimiento de mis números, rojo sobre blanco, en la cartilla de ahorros. Su ensayada sonrisa (habitualmente en sus mejores bancos) tenía algo de familiar y mediático. En un inapreciable momento, una estética modificación hizo mutar las facciones del banquero en la terrorífica cara dura del egregio e insigne Cristóbal Montoro. Este indómito malabarista de las cifras circunda las vocales de su propio nombre para ocultar la Mentira, ante propios y extraños.

Y así un hombre cualquiera acaba buscando ofertas de colchonerías en el paseo de los Melancólicos esquina con el Metropolitano. 

lunes, 18 de noviembre de 2013

Lo desubicado de lo cotidiano



Un hombre cualquiera se tropieza con individuos que distorsionan la monotonía de la cotidianidad en los lugares comunes más insospechados.

Un desdentado jubilado se apoya en la valla de una obra del parque mientras se intenta cepillar los dientes con fruición. Un peluquero calvo retirado regentando un local de pelucas de pelo natural. Un hombre rana sobre los rescoldos de un conato de incendio en el propio parque de bomberos.  Un caddie dando palos de ciego en el hoyo 18 del circuito. Un torero en una manifestación de la asociación de zurdos de extrema izquierda. Un historiador con amnesia metido a controvertido futurólogo nocturno.

Una tetera insomne con jet lag silbando desconsoladamente a las cinco de la madrugada. Una biblia ilustrada para explicar los misterios de santísima trinidad en una sucursal de la ONCE. Una bañador favorable a las playas nudistas por una crónica hidrafobia y por la incómoda invasión de la arena.  Una jaula cerrada a cal y canto con un altavoz en su interior vociferando a los cuatro vientos una libertaria canción de Nino Bravo.

Y así un hombre cualquiera también observa lo desubicado de los objetos que convierten en rareza lo extraordinario de la cotidianidad.

lunes, 4 de noviembre de 2013

Lo atronador de las herraduras

Un hombre cualquiera camina sobre las quebradizas hojas que protegen al adoquinado de la ciudad, cuando un trote agitado asalta la otoñal estampa frente al teatro.

El ruidoso silencio urbano se rompe con el más nimio susurro de la tarde, que se acompaña por el pausado y rítmico choque de las herraduras contra los gastados adoquines. El rápido trote acaba alcanzando al solitario paseante, que para su asombro, no observa a ningún picassiano equino sobre los charcos de la calzada, sino a un hombre, que paso a paso, deja las huellas de unas herraduras de estreno que hunden  el rojo de las alfombras.

¡MUCHA MIERDA! (le gritan desde un decimonónico universo paralelo frente al teatro). En ese momento, el actor entra camino de los camerinos para convertir el fulgurante galope del caballo en un atronador aplauso, materializando el guión en realidad. Los carruajes colapsan la entrada del teatro a la hora en que el personaje se apropia del actor y las butacas olvidan el vacío de los ensayos. Y mientras las luces pierden su brillo en la oscuridad, el telón deja paso a una Doña Inés que desempolva el tiempo del guión a la espera de su Don Juan.


Y así un hombre cualquiera se pierde entre la frontera de la realidad y la ficción que regenta el taquillero del teatro ante el rojo terciopelo del escenario.