Un
hombre cualquiera se zambulle a pecho descubierto en el monótono mar de la
tranquilidad de la mañana.
El
tren de aterrizaje toma tierra en el horario previsto cuando el ensordecedor
ruido del centrifugado deja paso al tintineo metálico del tendal. La musical
cotidianidad se cuela por el balcón mientras la humedad de la colada se
comienza a evaporar con la ayuda del meteórico mercurio del mediodía. De
repente, un operístico gorgorito rompe la atareada paz de la calle, lo que dura
el automático parpadeo de una cámara que inmortaliza la fugacidad del alma.
Los cinco sentidos se agudizan en el ecuador del día, cuando la crudeza de la vida se cocina al calor de los fogones. Y el tiempo va aderezando la vida con las puntuales señales horarias de las ondas hertzianas, el expandido aroma del crepitar sin pasaporte ni fronteras, la fusión agridulce del experimento de Paulov, la geografía cambiante sobre los platos y el hambriento aviso de las señales del vapor sobre las ollas.
Y así un hombre cualquiera descubre el atareado mar de
la tranquilidad que baña la orilla con la pleamar del mediodía.