Un hombre cualquiera pierde al escondite con un perseverante
calendario que anuncia lo inevitable, a pesar de la amnesia de los mercurios.
Se despertó con los incipientes rayos de la mañana, cuando
la manecilla alcanzaba puntual la décima hora del día. La brisa hacía bailar al
maíz sin música pero con ritmo, con el susurrante hilo musical que despereza la
cotidianidad cada mañana. Pero, no era un día cualquiera, la vida se había
consumido en la oscuridad de la noche, amarilleando el verde de las hojas,
enfriando el júbilo estival y, sobre todo, anunciando lo inevitable de los
cambios.
Un infinito pantone de amarillos, marrones y ocres comienzan
a pintarrajear los paisajes a medida que los efímeros ciudadanos retoman la
monótona normalidad. Sobre las colinas de enfrente las grises bombas de humo
mediático emanan de las chimeneas de los palacios, emborronándolo todo para
dejarlo al más puro estilo del Gatopardo. El mejor antídoto reside en las
máscaras antigás que filtran el enraizado ambiente para desempolvar la cordura
de la conciencia.
Y así un hombre cualquiera
le toca contar al escondite, mientras el verano se agazapa sobre las
planeadoras hojas del otoño, que tuestan las postrimerías de octubre, ganando
la partida hasta el próximo junio.