Un hombre cualquiera se enfunda el chubasquero y las botas
ante el temporal que va a asolar los titulares de periódicos e informativos.
Ni la previsión meteorológica barrutaba semejante tormenta. Ciertamente,
la voluptuosidad de los cirros y estratos muestran la onda expansiva de la
explosión, obviando, por los kilómetros de seguridad, el eco ensordecedor del
trinitrotolueno que se accionó a primera hora de la mañana. En mitad de la vía,
sólo se escucha la vibración de las catenarias que anuncia el inminente paso
del convoy para alejarse de un pasado a corazón abierto. El recorrido del tren
descifra su plan de huída, haciendo volar el tiempo entre las agitadas manecillas de los aerogeneradores.
Las ventanillas se condensan por el frio de febrero, que cristaliza la sangre
sobre la herida a la velocidad con que la locomotora estira el espacio y el tiempo hasta
olvidarse.
Fotografía cedida por http://www.flickr.com/photos/saulgobio |
Después de consolidarse en una casta de intocables durante
más de treinta años, la corrupta vástiga renuncia a sus derechos dinásticos con
un exilio preventivo, paradójicamente, a
una república fortificada en los Alpes. El miedo al frío metálico de los
barrotes hiela el cálido ánimo de las victorias del balonmano; coreando, uno a uno, los delitos frente al
juicioso árbitro en el tiempo de descuento.
Y así un hombre cualquiera redacta un tricolor pensamiento
cuando los cuatro jinetes de la apocalipsis acuden al juicio final.
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