Un hombre cualquiera acude a un ciclo cinematográfico sobre
la enigmática figura de Drácula, ganando con su entrada el sorteo para un
exótico viaje a Transilvania.
Tras comenzar los créditos de Nosferatu (la última película
del ciclo), la sala comenzó a perder víctimas para el vampírico espectador de
la última fila, que aprovecha un fundido a negro para irse entre las sombras. A
los pocos instantes, el artificial amanecer de luces de la sala se topa con una
colección de gafas de sol entre los supervivientes de las seis horas de maratón
cinéfilo. Sobre el mostrador de la entrada, los pálidos espectadores degustan
unos red velvet cupcakes, especialmente horneados para la ocasión.
En el último bus nocturno, los rezagados se encaminan a casa
colmados de sangre y de ojeras, sin los colmillos largos por haber saciado su
hambre de hemoglobina cinéfila. El vampírico espectador de la última fila se
sienta junto a la víctima más débil del nocturno transporte público. Las
emociones vividas y la alterada primavera provocaron que la víctima sufra una
repentina hemorragia nasal, que hábilmente taponó con su mano izquierda con la
sangre fría de un esquimal, mientras su vampírico compañero de asiento sufría
un vahído por intolerancia sanguínea. Y a pesar de todo, la sangre no llegó al
río...
Y así un hombre cualquiera retrasa su viaje al castillo de
Bistriţa al descubrir el milenario hallazgo del santo grial entre los románicos
muros de la colegiata de San Isidoro, buscando la eterna juventud.