Un hombre cualquiera se despierta por la tenue luz de
interrogatorio que la última rendija de la persiana deja entrar, diseñando un
juego imposible de sombras en la habitación.
Un frío fúnebre se expande por todo el habitáculo,
colonizando hasta las nocturnas ascuas bajo las mantas. La imaginación y el
juego de sombras se alían para diseñar un mundo fantástico. Este diseño sólo es
apto para los adormecidos ojos de primera hora de la mañana que olvidan la
salida de emergencia del interruptor,
por si la sociedad anónima de monstruos legalizan su condición sexual. Y ahí
está. Una figura alargada y esquelética me observa desde el rincón del fondo,
apoyada en un extraño bastón de cortante filo. La mente sólo encuentra entre
sus recuerdos unos versos de Serrat: "Ay... si un día para
mi mal viene a buscarme la parca". ¡Maldito Moriarty!, ¡al final lo
ha conseguido!.
¿Dónde está Watson? La sombra sigue ahí, quieta, esperando
el momento oportuno, tejiendo con el miedo una terrorífica escena sobre el
ajedrezado del edredón, con la cinéfila inspiración del séptimo sello. De repente, un ruido inesperado viene de la
habitación contigua; la esperanza gana posiciones al miedo en el sprint final
de una carrera de autos locos entre Pierre Nodoyuna y el Penelope Glamour. Por
fin, una soñadora en pijama abre la puerta y enciende la luz, mostrando el
disfraz de la fiesta de ayer, la capa de Ramón García colgada sobre el perchero
metálico, y una terrible resaca cualquiera se despierta con la ruidosa danza de
100.000 elefantes bailando claqué.
Y así un hombre cualquiera resucita a la mañana siguiente,
confirmando aquello de "noches alegres, mañanas tristes".