lunes, 19 de mayo de 2014

Lo inconfundible de los extraordinarios (6º caso práctico)



Un hombre cualquiera tiene la innata capacidad de toparse con seres extraordinarios y personajes inconfundibles entre la cercanía del Guadarrama y la lejanía de las Antípodas.

Erase una vez un mostacho esculpido, con las decimonónicas técnicas del barbero de Sevilla,  sobre una fisonomía atemporal sin edad, ni generación, del mismo que viste y calza, el dueño del bigote. Más que andar, arrastra sus pies con la esperanza de desmantelar la argamasa de asfalto y brea que impide convivir con la esencia terrenal de la naturaleza en plena ciudad, atascada y contaminada por la sinrazón del vil metal.

¡Viva la Anarquía!, un grito que surge de entre el gentío, tras un caótico y alérgico estornudo primaveral. Esto no es Praga, pero sobre su balcón germinan las utópicas semillas de la libertad. Desde allí observa, críticamente, la realidad por la óptica soviética de sus setenteras gafas, como un ciudadano más del mundo con la acérrima convicción de la filosófica máxima de la Escuela de Luis Aguilé 'es una lata el trabajar'. Y así, me atrevo a confirmar sin desvelar mis fuentes, este revolucionario cantante inspiró su obra a partir de los ideales de Mijail Bakunin.

Y así un hombre cualquiera aprovecha las técnicas de barbería para diseñarse bigotes imposibles que caracterizan a lo inconfundible de los extraordinarios.


Descubre más inconfundibles extraordinarios de la mano de un hombre cualquiera:

martes, 13 de mayo de 2014

Lo desahuciado de los crímenes



Un hombre cualquiera contrasta el verde de macetas con el marchitar del vecindario ante los números rojos.

A la hebilla del cinturón no le quedaban más centímetros que escalar. El desahucio era inminente. La insensibilidad del gestor no entendía de neveras vacías, ni del natural menguar de la ropa de los niños. ¡Alea iacta est! rezaba la pancarta del balcón a 24 horas del the end que rubricaba el director de una conocida sucursal bancaria.

"Cuando el diablo no tiene nada mejor que hacer, espanta moscas con el rabo", dice el refranero. Y así, al caer la noche, cuando los últimos impulsos eléctricos alumbraban el hospital robado (sin cortinas y casi sin mobiliario) en que se había convertido el salón; el inquilino, en tiempo de descuento, aprovechó la última noche para vengar sus circunstancias, preparando la escena del crimen para ahuyentar a propios y extraños de su agónica morada. La funambulista  moldura del hall acabó sus días como pincel para dibujar una mortecina silueta sobre el suelo, al más puro estilo del CSI. El paso de la tiza sobre las juntas de madera recordaba al percutir de la máquina de escribir de la Señora Fletcher o al traqueteo del Orient Express de Agatha Christie. El parqué se convirtió en una magnífica pizarra con el alma yaciente de los vividores de recuerdos que ahora embarcaban al exilio. Al amanecer la casa despertaba muerta, sin vida, con la memoria devastada por el alzheimer que contagian los álbumes vacíos y los mudados recuerdos empaquetados en cartón.  

Y así un hombre cualquiera se convierte en testigo de cargo de los asesinatos sin sangre, pero con víctimas, cuyos verdugos anudan las corbatas con comisiones imposibles.