Un hombre cualquiera consulta el aburrido parte meteorológico que sólo
distingue cirros y nimbos ante la
voluptuosidad de las nubes.
Amaneció sobre la sábana de césped, dónde remoloneó hasta el mediodía.
La suave brisa, que refrescaba la escena, accionaba un caleidoscopio de sombras
chinescas sobre el paisaje con el volar de las nubes. Su pródiga imaginación descubría
en cada cúmulo una humeante cabeza de dragón, un almenado castillo en el aire o
una raíz de mandrágora con forma de robot. Tras avistar las perdices del final
del cuento, instintivamente se levantó en busca de algo de desayuno. Su mejilla aún
dibujaba la arruga de la almohada.
Fotografía sin título, cedida por Sheila Berrio |
Al borde del camino, ajenas a la gravedad, unas precoces moras de
finales de agosto acabaron con la huelga de hambre. Y la sed se le olvidó ante
el reflejo del arroyo, que le mostró a sí misma con una ceja levantada, cual sorprendida
vírgula sobre la letra incorrecta. Un rumor constante y repetitivo le sacó de
su ensimismamiento. Un sonriente niño gritaba y corría hacia ella con los
brazos abiertos. La yincana había terminado.
Y así un hombre cualquiera le gustaría ser hombre del tiempo para
informar sobre imaginativos avistamientos nubosos.