Un hombre cualquiera se deshidrata en su habitual residencia
de secano y, por ello, ha colgado, en el salón, un paisaje marítimo de Monet para
alcanzar, visualmente, el mar.
La inmensidad es eterna porque se convierte en un recuerdo
imperecedero, como la instantánea de Roma desde la colina de Gianicolo; cuando
lo inabarcable nos empequeñece, pero nos eleva ante un incontrolable síndrome
de Sthendal .
Y la pared se construye con ladrillos de pavés,
distorsionando los recuerdos a tiempos y lugares pasados y recorridos, a
partir del conjunto de postales y fotografías que ejercen de funambulistas sin
vértigo ante la gravedad. El verde frescor de la Alameda o el blanco reflejo
del Albaicín acaban adentrándose día a día en un salón cualquiera. ¡Qué jóvenes
estábamos!, afirma con melancolía la maestra de enfants. Aquellos maravillosos años, fotografiados en tecnicolor,
acaban siendo supernovas que iluminan a pesar de haber desaparecido.
Y así un hombre cualquiera descubre que su casa tiene las
mismas vistas al puerto de La Havre, que Jean Claude Monet disfruto en el 13 de
noviembre de 1872, esperando el amanecer de la fílmica norteña.
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