Un
hombre cualquiera se acomoda en la butaca de su salón para conocer a los ganadores en la XXVIII gala de los Premios Goya.
Los
premios son algo pasajero y fugaz, que reconoce la innovación o vanguardia del
pasado, pero que no presenta ninguna garantía para el futuro. Con esta premisa,
el visionado de la gala es una retrospectiva cinematográfica de lo vivido y lo
sentido sobre el terciopelo rojo de las butacas en los doce meses anteriores. Desde
un tiempo a esta parte, la gala aúna humor, reivindicación y reconocimiento (interesado o
merecido, según los casos). Sin embargo, Goya no se encuentra en su mejor gala; pasa de mano en
mano, arranca alegrías y lágrimas, posa para los fotógrafos en el photocall…,
pero su adusto ceño se encuentra más constreñido de lo habitual. Quizá una
extraña cuarentena del tiempo le ataca desde sus adentros, como la carcoma a un
viejo secreter victoriano en Buckingham Palace.
La
fugacidad del tiempo ataca de forma inusitada al dorado brillo de los premios,
caducando su gloria entre las temblorosas manos de sus nuevos dueños. Durante la
gala, los premiados desgastan, involuntariamente, la estatuilla entre sus dedos
huéspedes, ya que dejan caer su galardón entre amigos y compañeros, devaluándolo
sin permiso del Banco Central Europeo. Poco a poco, el premio se deshace sobre
las manos de sus portadores en una fina y arenosa película que les acaba
engullendo y embriagando, como a los semi-enterrados protagonistas de 'Duelo a
Garrotazos'. A la mañana siguiente, cuando el alcohol se condensa en una
resacosa escarcha, los premiados asustados comienzan a dar la voz de alarma.
Sus goyas se han convertido en virutas y desconchones, que agonizaban sobre
mesas, altares y estanterías. Entonces, las redes sociales, cómodo altavoz ante
las injusticias, invocaron a la guerra contra la estrategia del gobierno para
hacer desaparecer a la cultura y al arte, borrando a Goya del imaginario
cinematográfico y apagando los focos ante el continuo desteñir del morado de
las banderas.
Y
así un hombre cualquiera escribe el número de la siguiente escena sobre la claqueta
porque 'vivir es fácil con los ojos cerrados'.