miércoles, 31 de diciembre de 2014

Lo decimoquinto de la felicidad



Un hombre cualquiera administra las últimas horas del año que se pierden en mitad de una espesa y cegadora niebla.

No se ve un burro a tres pasos. La niebla, como un húmedo desierto, se extendió, colonizando hasta el último centímetro de los adoquines de las calles. Los límites de la ciudad se medían por el cartel que anunciaba la entrada y salida de la ciudad. Como el tenebroso escenario de Sleepy Hollow, un incómodo silencio vigilaba las calles y plazas. Las ventanas tenían vistas a la nada, sin manguitos ni socorrista. En este estado de vacío de poder, la soledad cabalgaba a sus anchas sin respetar los semáforos ni los pasos de cebra. Incluso, se autoproclamo conde del castillo, donde Napoleón se convirtió en Nerón, sin lira ni Roma.

El bosque se construye árbol a árbol, con la frondosidad que cada hoja atesora al conjunto. Y, entonces, la calma, que da el pistoletazo de inicio de los cambios, desapareció. Un sonido seco y metálico rompió el silencio. El reloj de la plaza narró la medianoche, alumbrando la primera página del calendario y disipando la niebla. Al levantar la vista, un dorado luminoso coronaba la torre del ayuntamiento, que se convirtió en un bullicioso hormiguero de gentes oriundas y extranjeras, bajo un deseoso Feliz 2015.

Y así, un hombre cualquiera redacta los propósitos del año nuevo con la firme convicción del votante que se atiene a la decimoquinta enmienda.

martes, 2 de diciembre de 2014

Capítulo IV: Lo inconfundible de las extraordinarias


Un hombre cualquiera tiene la innata capacidad de toparse con humanas extraordinarias y mujeres inconfundibles entre las cinematográficas butacas del cine y el estrellado cielo de Madrid.

El teatro de los sueños sólo comienza a imaginarse cuando ella enciende el tungsteno y enfoca al protagonista. Pero, no necesita de los inventos de Edison, ya que sabe iluminar con su sola presencia. El caso más empático con esta afirmación se enciende con la alumbrante de historias. En su día a día, mide las distancias en pedaladas a 24 fotogramas por segundo, a pesar de que la lluvia le cale hasta los huesos o que las tormentas apaguen la luz del proyector en mitad de la sesión. En lo alto de su atalaya, el vapor del mate se condensa sobre la bombilla, mientras Méliès le susurra el momento exacto para hacer soñar a los espectadores. 

A través del encuadre de sus gafas observa la vida y la inmortaliza con el azulado cristal de su objetivo. Así, su memoria fotográfica es un álbum de recuerdos sobre los detalles que construyen la cotidianidad y que permanecen escondidos  para el común de los mortales. Al final del día, cuando llega a casa, se convierte en protagonista de su propia historia en versión original con un caluroso acento de allende los mares.

Y así un hombre cualquiera aprovecha su potencial facultad para buscar la luz que caracterizan a lo inconfundible de las extraordinarias.