Un hombre cualquiera administra las últimas horas del año
que se pierden en mitad de una espesa y cegadora niebla.
No se ve un burro a tres pasos. La niebla, como un húmedo
desierto, se extendió, colonizando hasta el último centímetro de los adoquines
de las calles. Los límites de la ciudad se medían por el cartel que anunciaba
la entrada y salida de la ciudad. Como el tenebroso escenario de Sleepy Hollow,
un incómodo silencio vigilaba las calles y plazas. Las ventanas tenían vistas a
la nada, sin manguitos ni socorrista. En este estado de vacío de poder, la
soledad cabalgaba a sus anchas sin respetar los semáforos ni los pasos de
cebra. Incluso, se autoproclamo conde del castillo, donde Napoleón se convirtió
en Nerón, sin lira ni Roma.
El bosque se construye árbol a árbol, con la frondosidad que
cada hoja atesora al conjunto. Y, entonces, la calma, que da el pistoletazo de
inicio de los cambios, desapareció. Un sonido seco y metálico rompió el
silencio. El reloj de la plaza narró la medianoche, alumbrando la primera
página del calendario y disipando la niebla. Al levantar la vista, un dorado
luminoso coronaba la torre del ayuntamiento, que se convirtió en un bullicioso
hormiguero de gentes oriundas y extranjeras, bajo un deseoso Feliz 2015.
Y así, un hombre cualquiera redacta los propósitos del año
nuevo con la firme convicción del votante que se atiene a la decimoquinta
enmienda.