lunes, 19 de enero de 2015

Lo invisible de las nevadas

Un hombre cualquiera mira el parte meteorológico con bufanda y apoyado sobre el primer tomo de Juego de Tronos, ¡Winter is coming!.

El cielo estaba al punto de nieve. El asfalto al punto de sal. Las instrucciones de la receta estaban preparadas para la primera gran nevada de la temporada. El invierno había pasado de previsión a congelada sensación sobre las mejillas. Hacía casi un mes del solsticio y, aunque las chimeneas vertían su vómito de humo, la estampa está más promovida por el calendario que por la gélida sensación en las colmenas de ladrillo y hormigón, sin reina pero con zánganos.

La aguja resquebraja con cada vuelta del segundero, aún más, el arrugado rostro del tiempo. La gran nevada comenzó. Unas virutas de polvo blanco caían inconscientes y vagas, sin más propulsión que la fuerza de la gravedad. La improvisada precipitación terminó tan rápido como se inicio. Al final, los hipertensos acabaron con miedo de saborear la calle y los diabéticos sin insulina a mano para mirar al cielo.


Y así un hombre cualquiera se pregunta si terminará el invierno al terminar de leer todas las aristas del trono. 

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