Un hombre cualquiera, a su pesar, pone en duda la posibilidad de un gobierno
nuevo, de cambio y progresista.
La cuadratura del triángulo se escurre entre la verticalidad de la
hipotenusa y la estrechez de los catetos. La cuenta atrás se acelera y la
premura despista la puntería. Donde dije digo, digo
Diego. Las promesas e improperios gestadas en la lejana campaña
electoral repercuten al intentar cuadrar las cuentas para el gobierno. Las
sumas se complican cuando los bolillos se enredan sin encaje. Y, además, el
parto tiene fecha límite. La tensión hace romper aguas, que acaban en un
meandro sin cauce. Por si fuera poco, la criatura tiene el cordón enrollado al
cuello. La asfixiante situación le enrojece el rostro, pasando a un peligroso
Estado, si no se corta por lo sano. ¡Y encima viene de nalgas!.
Nunca se tardó tanto en formar un gobierno, ni el desgobierno funcionó tan
bien. ¿Tendría razón Bakunin? Esto del desgobierno ya lo vivimos en Bélgica, quizá
por aquello de que Flandes fue español. Y, a pesar de todo, nadie es capaz de
poner la pica ni en Flandes, ni en la Moncloa. En los tiempos que corren es
difícil mantener las posiciones, porque la incierta niebla borra las difusas
fronteras entre el interés propio y el bien común. Lo que lleva al crecimiento
del número de daltónicos, que se confunden al elegir los colores
complementarios en la escala de Pantone de los escaños del hemiciclo. En fin, el
luto de los leones de la Carrera de San Jerónimo auguran la tinta con la que se
escribirá el futuro.
Y así un hombre cualquiera, pesimistamente hablando, se prepara para sufrir
un gobierno usado, de continuidad y conservador.
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