Un hombre cualquiera
se despierta sonriente, otro 30 de junio, con la fechada pelota de béisbol en
la mano tras el vuelo que evito el tercer strike.
Era el último día de junio cuando la hoja del calendario contaba las horas para estrenar un veraniego julio. Habíamos llegado con tiempo al estadio, tras aparcar el chevrolet en el parking aledaño. Un burlón saludo de los aficionados de los Philadelphia Pillies nos hizo reír de camino a la puerta. La soñadora en pijama vestía unos vaqueros azules y la camiseta de los Brooklin Dodgers. En su bolso el pintalabios esperaba celebrarme con sus besos las carreras de Billy Herman. Al entrar a la grada, las cámaras de la WNBC tomaba imágenes de los asistentes, mientras los comentaristas leían las alineaciones de ambos equipos.
Aprovechamos el
descanso para compartir un merecido sándwich de pastrami con mostaza y
pepinillos picados. Y, mientras, la WNBC emitía el primer anuncio televisado. "Estados
Unidos corre en el tiempo de Bulova" servía para animar a los
estadounidenses a medir su tiempo con los relojes de la marca. Tras el
descanso, el partido continuó. Un tiro
forzado acabó en el guante del catcher y el árbitro marcó el primer strike. La
afición alentó al bateador que golpeó la bola duramente. El vuelo proyecto una
parábola perfecta hasta nuestros asientos en la grada. Al unísono recogimos la pequeña
esfera maleada a retazos por cada punto batallado. Y Billy consiguió el homerum
y el carmín de la soñadora en pijama me firmó aquella victoria por debajo del
bigote.
Y así un hombre
cualquiera guarda, como un tesoro, la pelota con un 31 marcado a carmín sobre la
cubierta con un valor sentimentalmente incalculable y subiendo…