Un hombre cualquiera, sorprendido por el sabático revuelo, se acercó al
número 70 de la calle Ferraz, el pasado 1 de octubre.
La calle parecía el escenario de una revuelta popular o una invasión
extraterrestre: periodistas con sus unidades móviles, manifestantes con
pancartas, curiosos desconcertados, avispados vendedores ambulantes, equipos
antidisturbios con lecheras y hombres pálidos con traje y corbata. El motivo
del revuelo se encontraba en la reunión extraordinaria del PSOE para purgar al
elegido por los, en principio partidarios, que ahora se habían convertido en
críticos de su propia elección. La idea parecía rocambolesca y arbitraria, pero
escondía un estratégico drama fratricida que podría haber firmado el propio
Shakespeare.
El sótano del edificio acogía el combate entre críticos y partidarios. La
anárquica alma de Bakunin guionizaba los dimes y diretes de propios y extraños,
mientras el mediático Larry de Twitter retransmitía en riguroso directo un
contemporáneo apuñalamiento de Julio César. Extasiado en su butaca, Josep
Borrell sufría un déjà vu, más de una década después como espectador. En
la segunda planta, el fantasma de Felipe González dejaba ver su silueta en la
ventana de la celebración de 1982, confundido por las masas. En la puerta
principal un grupo de mariachis animaban la llegada de decenas de inesperados
repartidores de pizzas para alimentar a los purpurados del cónclave socialista.
A pocos metros, la agencia inmobiliaria vecina aprovechó la presencia de los
medios para invitar a paella a los periodistas, convirtiendo su anécdota en
publicidad gratuita. El presupuesto de la disparatada película de Berlanga
acabó quemando hasta el celuloide y provocando una fumata negra que se
asemejaba al desconcertante final de Lost.
Y así un hombre cualquiera busca ventanas para entrar en otros
camarotes patrocinados por los hermanos Marx
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