Un
hombre cualquiera se queda parado en mitad de la acera, a la hora
indicada, para no perderse el encendido navideño.
A
seis metros sobre los adoquines, Teresa, a oscuras junto a la ventana
del salón, mira sin ver el trasiego de la calle. De repente se
descubre en el reflejo del cristal sobre el que posa su mirada que
pasa de la abstracción al detalle. El ajado maquillaje de primera
hora deja entrever su ojo morado y los moratones de la espalda
vuelven a molestarle. Comienza a remitir el efecto del calmante. El
fluorescente de la cocina hace un quiebro que reduce el haz de luz
que se filtraba por el pasillo. Al recuperarse la intensidad, la
luminosidad se queda oculta, bajo el quicio de la puerta, por la
presencia del monstruo.
Una
lágrima furtiva le surca el rostro, mientras traga saliva sin
moverse un ápice de su posición. A su espalda siente aquel peculiar
olor y hasta el imperceptible sonido de su respiración
desacompasada. Entonces, cierra los ojos como impulso para
enfrentarse a él, pero sólo se le proyectan imágenes de los
escasos buenos momentos vividos junto a él. Será la conciencia
cristiana. Justo cuando decide darse la vuelta, una ráfaga de luz
inunda el salón y ahoga al monstruo en las tinieblas. El encendido
navideño le arroja luz sobre su ilusionante nueva vida. Una semana
después de la orden de alejamiento la culpa ha comenzado a mudarse,
ha descubierto nuevos canales en el mando a distancia y ha dejado de
tomar las pastillas para no soñar.
Y
así un hombre cualquiera aprende que, además del reclamo comercial
del alumbrado, se encienden las ilusiones.