sábado, 25 de noviembre de 2017

Lo alumbrado de la ilusión

Un hombre cualquiera se queda parado en mitad de la acera, a la hora indicada, para no perderse el encendido navideño.

A seis metros sobre los adoquines, Teresa, a oscuras junto a la ventana del salón, mira sin ver el trasiego de la calle. De repente se descubre en el reflejo del cristal sobre el que posa su mirada que pasa de la abstracción al detalle. El ajado maquillaje de primera hora deja entrever su ojo morado y los moratones de la espalda vuelven a molestarle. Comienza a remitir el efecto del calmante. El fluorescente de la cocina hace un quiebro que reduce el haz de luz que se filtraba por el pasillo. Al recuperarse la intensidad, la luminosidad se queda oculta, bajo el quicio de la puerta, por la presencia del monstruo.

Una lágrima furtiva le surca el rostro, mientras traga saliva sin moverse un ápice de su posición. A su espalda siente aquel peculiar olor y hasta el imperceptible sonido de su respiración desacompasada. Entonces, cierra los ojos como impulso para enfrentarse a él, pero sólo se le proyectan imágenes de los escasos buenos momentos vividos junto a él. Será la conciencia cristiana. Justo cuando decide darse la vuelta, una ráfaga de luz inunda el salón y ahoga al monstruo en las tinieblas. El encendido navideño le arroja luz sobre su ilusionante nueva vida. Una semana después de la orden de alejamiento la culpa ha comenzado a mudarse, ha descubierto nuevos canales en el mando a distancia y ha dejado de tomar las pastillas para no soñar.


Y así un hombre cualquiera aprende que, además del reclamo comercial del alumbrado, se encienden las ilusiones. 

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