martes, 29 de enero de 2019

Lo sediento del alma

Un hombre cualquiera se despierta con las primeras luces en una habitación de un hotel de Segovia con una desértica sed.

Cada mañana la joven Fuencisla acudía con sus cantaras a los manantiales de Fuenfría para recoger agua. El peso, los kilómetros y la rutina acabaron por agotar a la joven, que arrastraba por los caminos sus víveres y las maldiciones de aquella trabajosa necesidad. El oído atento del innombrable advirtió sus quejas y salió a su encuentro. Le engatusó con sus palabras y le prometió que nunca volvería a tener que cargar con aquellas cántaras. Ella le escuchó entusiasmada y acepto vender su alma a cambio del suministro de agua a la ciudad. Cuando Fuencisla despertó con el canto del gallo salió con premura de la casa. Los primeros rayos calentaban una gran piedra en mitad de la plaza, justo a los pies del acueducto. La promesa incumplida le había conseguido el agua sin perder ni una gota de su alma. 
 
El escultor, José Carlos Abella, al calor de esta historia esculpió una estatua del demonio junto al monumento romano para honrar a la leyenda popular. Todo estaba preparado para situar su obra, pero una asociación católica de la ciudad denunció la colocación de la obra por su vinculación a la adoración satánica. Los rumores y habladurías se escurrieron por los mentideros hasta llegar a oídos del homenajeado. A la mañana siguiente una epidemia de sed asoló a la ciudad. Las emisoras de radio con el espíritu de la Guerra de los Mundos difundieron la noticia. ¡El acueducto ha desaparecido! En su lugar la estatua del Mefistófeles, robada del taller de escultura, ocupaba el centro del Azoguejo.

Y así un hombre cualquiera se plantea la razón por la que vendería su alma. 

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