Un hombre cualquiera camina desorientado por un anochecido París acariciando los adoquines con sus huellas y buscando el rastro bohemio de la ciudad.
Un decimonónico traqueteo de herraduras transporta a un pasado histórico, sólo con cerrar los ojos. O, quizá no haga falta hacerlo, la imagen que se materializa es propia de una novela en las postrimerías de Montmartre. El tungsteno de las farolas se refleja en lo plateado de la armadura y en la coronada bacía. Su barba canosa recuerda que el diablo sabe más por viejo que por diablo. Y su visión alucinada le evade de la realidad y le altera su estratosférica imaginación. Y la aventura empieza una vez más.
En un lugar de la Francia, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un gigante de los de panza en ensanchamiento, corazón despistado, abrazo de aspa y gorro capirotado. Lo pardusco de la madrugada les encontró para el duelo. La lanza en astillero se enfocó en el corazón del coloso. Rauda y veloz. Metálica y puntiaguda. Sanguinaria y certera. El encontronazo hizo batir los brazos del titán con el rítmico repiqueteo de las faldas contoneantes de una corista. Unas pinceladas al vuelo que ni el mismísimo Toulouse-Lautrec habría alcanzado a cazar. El inmenso ser quedó desmembrado y Don Quijote, aunque algo agotado, sólo tuvo que tranquilizarse y colocarse el casco. Tras su victoria alza el vuelo y se pierde entre las sombras de la noche, junto con su inseparable Sancho. En la escena del crimen, el Moulin Rouge huérfano de su equis o su cruz, según los ojos que lo miren, espera auxilio para que el espectáculo pueda continuar.
Y así un hombre cualquiera recoge un tornillo del suelo que guarda en su bolsillo como recuerdo de lo nocturno de los duelos.
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