Un hombre cualquiera se sienta a observar el trajín de las casetas de la feria del libro de Madrid.
Una leve brisa mueve las hojas de un libro abierto; quizás un alma lectora sin cuerpo, pero con una vivaz ansia literaria. El murmullo de compradores y curiosos se entremezcla con las tertulias de carboneros, gorriones y herrerillos. Estos se alzan entre acacias, arces y robles cuyo agitar de hojas recuerdan al lejano mar. A sus pies la playa se escribe entre portadas, sinopsis y dedicatorias. Estás últimas líneas del libro se hacen a mano alzada por inspiración única e intransferible de la lectora hacia el escritor. Lal misma que espera anhelante en la fila a que su ejemplar se convierta en único.
La ávida lectora espera a su turno. Cinco pasos. Seis minutos. Quinientos ochenta y siete latidos. Y, por fin, frente a su autor se encuentran la mirada y la pluma. Él nota su azucarado perfume a mañana de domingo en el hogar. Él percibe el otoñal brillo de su mirada que solea entre la incesante lluvia de noviembre. Él también se pierde entre el retorcido infinito de las tramas azabaches de sus cabellos. Al otro lado de la mesa, ella observa lo afilado de su mordida para cazar al vuelo un buen argumento. Ella advierte lo despistado de su sonrisa ante la tormenta de ideas que ruge entre sus sienes. Ella también siente la fortaleza de su diestra al redactar las últimas líneas de su obra. Ambos se miran y se despiden con la esperanza de reencontrarse nuevamente por primera vez, como cada año.
Y así un hombre cualquiera se retira entre los árboles del parque que seguirán presenciando historias, pero que nunca serán pasto de unas páginas manuscritas.
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