Un hombre cualquiera se despertó al alba y el dinosaurio seguía allí.
Allí seguía el dinosaurio. Grande, viscoso y aterrador. Las garras de sus pies estaban firmemente amarradas al suelo con una egoista posesión contra la gravedad y atrincherado en el frío metal de la frontera. Su plegada cola se enrollaba sobre sí misma con el enrevesado y mortecino nudo del ahorcado. Su respirar arcaico e irregular sonaba oxidado y cavernoso. Su espalda se izaba con la irracionalidad de los inflexibles mástiles a los cambios de aires. Y así seguía allí el dinosaurio.
Pero no seguía igual. La resaca de la noche le había hecho mutar. Más monstruoso todavía. Aún más endriagado y bestial. Una pesadilla real y terrorífica que asombra a plena luz del sol... Su grueso cuello se había dividido en dos cabezas autónomas e independientes, pero vinculadas a un mismo y oscuro corazón, que les envenenaba con cada desalmado latido. La verdosa molondra recostada sobre la diestra dormitaba ajena a su transformación. Altiva y peluda, la alumbrada testa escudriñaba a su siamesa para atacar primero. Aquella otra parecía enfundada con un antifaz de villano por lo coloreado y arbitrario de su pelaje. Y sin preámbulos se lanzó a dentelladas, comenzaba una simbiótica batalla por alcanzar la gracia divina que dicta lo acuñado de los caudillos.
Y así un hombre cualquiera observa atemorizado la marcialidad del reloj retrocediendo hacia la oscuridad.
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