domingo, 8 de septiembre de 2024

Lo berciano de los dichos

Un hombre cualquiera se despierta sin prisa por lo festivo del calendario.


Al abrir la ventana, la frescura invade las estancias. El mercurio se agazapa en las profundidades del bulbo, el azul se encapota por altos cirros y estratos y los andenes de las veredas se empapan con las lágrimas del rocío. El verano se esconde entre los huidizos racimos de Mencía y Godello. Al ver la calle, el bullicio invade la tranquilidad. Los banderines se guindan en sus colores, el dulce se percibe por azucarados algodones y garrapiñados y los ritmos de los espigados gigantes se acompasan con los de los achaparrados cabezudos. El verano se resguarda entre los tradicionales ropajes con jubón y anguarina. 


El campillín del Sil, un hombre cualquiera 


Al sentir el hambre, la sinfónica cocina resuena sobre los fogones. El botillo aromatiza por lo rojizo del pimentón, la androlla perfuma por lo ahumado de su adobo y las castañas se hornean con el modelado de la tarta. El verano se evapora entre los humeantes recetarios con sabor a otoño. Al colorear el paisaje, la otoñada destiñe las postales. La cruz de Peñalba se iza en lo alto de los mástiles, el dorado de las Médulas adorna las joyas y las manecillas del tiempo y lo rubescente del aspa templaria protege el peregrinado perdón de propios y extraños. El verano se agota entre las tintadas despedidas festivas y las inevitables rutinas descoloridas.


Y así un hombre cualquiera entona el final del verano con un rotundo grito berciano: “tras la encina, el invierno está encima.”

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