Un hombre cualquiera se encuentra un bombín, prácticamente de estreno, en la puerta de su casa.
La sorpresa del sombrero le asombró sobremanera y sus sienes comenzaron a maquinar elegantes historias. Un bombín para lucir como un hombre de traje gris al que nunca le roben el mes de abril. Un bombín para convertise en un crápula de los que viven 19 días y 500 noches. Un bombín a juego con un parche en el ojo, con cara de malo. El bombín de un viejo truhán, el capitán de un barco que tuviera por bandera un par de tibias y una calavera. Un bombín para degustar un dulce tiramisú de limón con helado de aguardiente.
O, quizás un bombín para incluirle una pluma de indio okupa para acampar con su bandera en la ribera del pupas. Un bombín para declarar que lo niego todo, incluso la verdad. Un bombín para resolver el caso de la rubia platino. Un bombín para firmar un pacto entre caballeros. Y, sin duda, un bombín para que todas las noches sean noches de boda y que el fin del mundo nos pille bailando.
Y así un hombre cualquiera se coloca el bombín sobre la oreja, a modo de concha, para escuchar el amar de la Ría de Pontevedra.
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