Un
hombre cualquiera esquiva trincheras y zanjas en plena Gran Vía por
la reforma de la centenaria selva de asfalto.
Las
crónicas de un pueblo hablarán del proyecto municipal para aportar
a los bípedos viandantes más cancha que a los contaminantes motores
del dióxido de carbono. Por ello, la lucha contra el cambio
climático se vislumbra en los apeaderos de las futuras bicicletas
eléctricas, que son para los veranos azules más allá de la sombra
de La Dorada. El sonido de un timbre de bicicleta me alerta de un
inesperado mensaje, que hace vibrar el teléfono con la nefasta
necrológica: "El director de cine, Antonio Mercero, ha muerto
en Madrid". Al levantar la vista de la pantalla me topo con dos
operarios, que retiran la última cabina telefónica de la calle. Los
botones de los números del teléfono caen desgajados al suelo y,
también, el auricular incomunicado se precipita tras soltarse del
cable.
El
sincronismo entre la noticia y el desmontaje supuso una poética y
simbólica despedida, como si fuera un casual plano secuencia. Quizá
fue su última genialidad cinematográfica sentado en la grúa de la
cámara, mientras ascendía de Madrid al cielo. Y allí en lo alto
entonando “Algo se muere en el alma cuando un amigo se va...” El
reencuentro con Chanquete me humedeció el lacrimal ante el ataque de
tristeza. Desconsolado, busqué un reconfortante antidepresivo en la
farmacia de guardia.
Y
así un hombre cualquiera se apropia del auricular, antes que quede
enterrado bajo los adoquines, para llamar a las musas en caso de
urgencia.
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