Un hombre cualquiera se pierde por las calles del centro, atestadas de vampiros, brujas, esqueletos y fantasmas.
Las figuras terroríficas invaden las calles y es fácil confundir realidad y ficción. Los grupos de jóvenes ensangrentados de rostros pálidos se mezclan con familias con bolsas llenas de caramelos y adorables señoras cuyas mascotas llevan algún complemento de Halloween. En medio del tumulto destaca un hombre de edad indeterminada, de estatura media, barba espesa y mirada perdida. No parece llevar ningún rumbo, sino que su brújula sigue el norte de sus corazonadas. Sus ropas no definen un personaje reconocible. Lleva jubón rojizo, capa negra, gorguera plegada, calzas oscuras y botas con borcegui. Lo más curioso, aparte de su vestimenta, es el halo polvoriento de su cabellera y de sus ropajes por doquier.
Las campanadas de la medianoche resuenan por celdas, callejuelas y balcones, justo cuando el personaje alcanza la plazuela de la iglesia. Un rumor de conversaciones le pone en alerta y se resguarda entre las sombras y los resquicios de las puertas. Su sigilosa actitud no revela miedo, sino cálculo depredador. A la luz del tungsteno de las farolas varias decenas de hábitos forman una austera fila de monjas, quizá novicias por sus delgadas figuras y sus estilizados rostros, que esperan pecaminosamente el veredicto de las fatuas sotanas. Dentro el aroma a incienso y el ardiente haz de las velas otorgan misticismo a la búsqueda que dirige el cariacontecido cardenal. A escasos centímetros de sus pulcros mocasines la tierra humedecida ensucia las baldosas y profana la lápida. Tras el revelador silencio, las miradas confirman las sospechas. Lo que la literatura decía era cierto y el dueño de la lápida, ahora vacía, recobra la vitalidad de sus latidos y la sensibilidad de sus sentidos por una noche. Al instante, un alboroto de gritos se cuela en el templo con lo estremecedor de un carnal escalofrío. Afuera un huracanado viento arremolina a las curiosas que esperaban a la intemperie y que propicia la furtiva huida de una nerviosa Inés entre los brazos de su Don Juan.
Y así un hombre cualquiera se enfunda en la oscuridad de la noche con un oportuno antifaz colgado de la reja del convento.
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