Un hombre cualquiera tiene la innata capacidad de toparse con humanos extraordinarios y hombres inconfundibles entre lo glorioso de los pórticos y lo festivo de Rovachol.
La búsqueda de la felicidad nos embarca en viajes sin mapa ni brújula. En ocasiones cambian la vida y en otras son un nuevo peldaño para observar nuevos horizontes. Sin duda, el viajero céltico ha rellenado su cuaderno de bitácora con cada destino que ha conquistado. Él viajó a Praga con la premisa de brindar con copas de cristales de Bohemia. Él viajó a Salamanca con la premisa de inmortalizarse en los medallones labrados por la Historia. Él viajó a Granada con la premisa de alcanzar lo estrellado de la Alhambra. Él viajó a Compostela con la premisa de descubrir los caminos que llevan hasta el fin del mundo. Él viajó a Nueva York para subirse a la azotea de la gran manzana y acariciar lo endiosado de los cielos con las yemas de los dedos. Él viajó a la tierra de los conquistadores para enamorarse de los latidos que se conjugan en futuro plural.
Pero él siempre volvió de sus incursiones a la tierra que se baña con lo vital del mar, a la tierra que se amarra con las raíces genealógicas y a la tierra que se cimenta con lo abrigado del hogar. Allí, en la boa vila, disfruta de la vida. Allí, las anécdotas surfean el giste de las copas para iluminar las sonrisas a la luz de las estrellas. Allí, las gradas se colorean de celeste para santificar los goles que bendice la Rianxeira. Allí, el cielo recuerda la finitud del tiempo y que todo pasa, pero todo queda. Allí, la franqueza se compra en las ferias, la suerte se adquiere en las herraduras y la heroicidad se talla en los teucros. Allí, el futuro crece entre abrazos, aprendizajes y experiencias vitales.
Y así un hombre cualquiera planea volver al lugar donde se encuentra la felicidad que caracteriza a lo inconfundible de los extraordinarios.
Y aquí se reúne lo inconfundible de los extraordinarios:
El tertuliano de las antípodas
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