Un hombre cualquiera imagina el sueño de una noche de julio en la meta del camino.
Las luces de las farolas acarician la piedra que eterniza la ciudad, sobreviviendo a irmandiños, profesores, sotanas y Marías. Entre la muchedumbre de turistas y peregrinos, el concienciado rebelde revive su juventud sin perder facultades y sin internarse en seminarios. Aprovecha la noche para colorear de rojo las estrellas del firmamento y abanderar el fluir de la Historia con el azul del Miño. Un discurrir que precipita, gota a gota, sobre la acuática postal de la ciudad que, por una noche, su cielo arde con los fuegos de artificio. Los mismos que se reflejan en su mirada. Una mirada ilusionada por conseguir lo luchado en cada conversación trasnochadora, en cada reunión vespertina y en cada voto depositado por el futuro.
El acolchado giste del lúpulo hace fermentar los recuerdos en la memoria con cada huella reencontrada por las festivas calles diseñadas por el Mestre Mateo. Lo mágico de la noche ahuyenta a la Santa Compaña por los sortilegios de las meigas, las ilegalidades de los trasgos y el bestial poder de la tarasca. Incluso los gatos negros se deshacen de la mala suerte y hasta las malas pecoras se convierten en las mejores compañias. El nocturno limbo sólo es gobernado por la Berenguela que avisa del inexorable paso del tiempo sobre la sombra del peregrino y entre las almas de la Quintana. Y el amanecer devuelve a la realidad, incluso a los hechizados por el licor café. Y el concienciado rebelde recupera con las primeras luces las raíces que le aferran a lo terrenal de la patria.
Y así un hombre cualquiera desea reencontrarse, más a menudo, con aquellos que dan significado al agarimo.