Un hombre cualquiera observa , desde su balcón, al
repartidor que aparca frente al edificio de enfrente y llama al telefonillo, mientras sopesa el contenido del paquete.
Casi involuntariamente la siesta que le conquistó en plena
sobremesa entre álbumes de fotos y postales, no duró más de diez minutos. El
timbre actuó de despertador improvisado. No esperaba visita y volvió a cerrar
los ojos, como si no fuera con él, pero el timbre insistía. Al abrir la puerta
un mensajero le hizo entrega de un paquete a su nombre sin remite ni réplica.
En el interior, un sobre firmado por su tío rezaba
"siempre puedes volver", guardando, además, un billete de ida y un
pingüe cheque a su nombre. El incesante manipular de la caja propició el
descubrimiento de la mítica botella del brandy que su tío solía saborear a
media tarde. Automáticamente se dirigió a la cocina para hacerse con una copa
baja con dos hielos. Al verter el brandy los cubitos perdieron el equilibrio
chocando en un póstumo brindis por la nueva aventura.
Y así un hombre cualquiera se pregunta si los repartidores, al
sopesar los paquetes que reparten, miden la ilusión que encierran entre sus
cuatro cartones.