Un hombre cualquiera observa la dicotomía entre el dolor y la gloria de una
península borracha de sol.
El equilibrio del funambulista se mide en los escasos centímetros de la
cuerda floja. Esa es la distancia entre el cielo y el abismo. La
diferencia entre la estática quietud y el desbocado progreso. Y, sobre todo, lo
que explica el endémico posicionamiento entre el ellos y el nosotros. Pero
entre medias la cuerda colorea una escala de grises, que abarca desde el
extremo de la negra oscuridad hasta la opuesta dureza del blanco.
Y como espectadores de nuestra propia Historia observamos ojipláticos este juego
de equilibrios. Lo mismo le dan la cartera de ministro a un astronauta, que un
comisario sin escrúpulos atiza el hedor de las pestilentes cloacas del Estado. El
desagradable olor se enmascara con el incienso que alimenta a la bancada
conservadora para oponerse a la ampliación del permiso de paternidad; mientras,
con media verónica, llenan sus escaños de diestros con montera y estoque. Sin
embargo, no es necesario el traje de luces para salir victorioso por la puerta
grande tras ganar, por primera vez, una moción de censura. Incluso cuando las
sombras impiden exhumar los nudos que quedaron atados y bien atados. Sin duda,
aún resuenan el eco de las balas en unas mentes huecas, que pretenden llenar
las manos con la ignorancia de las armas. En vez de armarse de humanidad para
rescatar los barcos varados en el cementerio que se ha convertido el
Mediterráneo. Y entre tanto, la Historia se escribe con las decisiones que
permitimos tomar y, sobre todo, con las franqueadas, un 28 de abril, destino a
los buzones de la carrera de San Jerónimo.
Y así un hombre cualquiera concluye que la realidad entre Punta de S'Esperó
y Finisterre está filmada por el propio Pedro Almodóvar.