Un hombre cualquiera otea lo divino de las alturas y lo insignificante de
lo humano desde la azotea del Empire State.
Distraída mirando el móvil, la mujer de tez pálida y melena dorada obviaba
las vistas de los ventanales, como si se tratara de un inerte trampantojo. Ella
con su estiloso vestido color camel parecía salida de una película de los años
30. Quizá era por el vuelo de su falda o, también, por el recatado escote que
vestían las curvas de aquella convulsa década. O quizá era la incidencia
del tungsteno sobre su perfil, pero guardaba un asombroso parecido con Ann
Darrow.
Ella parecía nerviosa, como esperando a alguien que no acababa de llegar.
De hecho, su oscilante vaivén materializaba sus nervios, haciéndole retroceder
unos centímetros hasta toparse con una mano descomunal a su espalda.
Accidentalmente quedó encajada entre aquellos dedos, mientras era observada
tras los cristales por los ojos curiosos de aquel voyeur improvisado. Al
intentar zafarse de la trampa tocó la peluda extremidad y el miedo se hizo
patente en sus asustados ojos, que acabaron por cruzarse con los de él. Se le
cortó la respiración unos segundos, pero aguantó sin gritar. Tan solo lo que
tardó en coger aire para convertirlo en un magnífico alarido. A 80 pisos bajo
sus pies sintieron su miedo y, unas décimas de segundo después, también sus
carcajadas. Y las de todos los turistas de la planta. Aquella rubia despistada
se había topado con King Kong. Más bien con una recreación para disfrute y, por
lo visto, susto de los visitantes del icónico monumento neoyorquino.
Y así un hombre cualquiera disfruta de los escenarios de película que
construyen la ciudad que roza las estrellas desde sus azoteas.