Un hombre cualquiera se queda con el corazón encogido al ver la portada de The Guardian.
Imagen de Konstantinos Tsakalidis para The Guardian |
Un hombre cualquiera se queda con el corazón encogido al ver la portada de The Guardian.
Imagen de Konstantinos Tsakalidis para The Guardian |
Un hombre cualquiera se siente a campo abierto para imaginar tostadas historias en soleadas eras.
Un hombre cualquiera aparece enfundado con traje gris y bombín frente a la Peregrina.
Septiembre otoña las postrimerías del verano y Ravachol se aferra a su plumaje ante un sol cada vez más lejano y más alto. Sobre los adoquines, la vida pasa como un huracán y coloca un punto y seguido, acompañado por propios y foráneos. El acento de los descendientes de Breogan se entremezcla con la sureña fala de los herederos de los conquistadores. Un mestizaje propio de los tiempos de las conquistas, pero sólo con afán festivo y de confraternidad. Esbozos materializados de mater España.
Los granos de arroz de las nupcias estrenadas se lanzan al firmamento convertidos en estrellas fugaces con estelas de deseos cumplidos. Lo esperado de la felicidad y lo feliz de lo esperado. La celebración se siente a siete leguas a la redonda y olvida a las manecillas que escalan a las diez, a las once, las doce y la una. Las dos y las tres. Y las noches de boda ponen de moda el corazón para que nunca se ponga la luna de miel.
Y así un hombre cualquiera se sorprende rodeado de réplicas con bombín y traje gris tras mudarse al barrio de la alegría.
Un hombre cualquiera siempre mira hacia atrás en el cine para encontrar al proyeccionista.
Estas personas de luz habitan en las sombras entre el caótico ruido de las máquinas y los reflejos chinescos de las estrellas de cine. Son pintores que colorean el lienzo en blanco. Son músicos que componen diálogos altavoz en grito. Y, por encima de todo, son magos que crean universos luminosos por el pingüe precio de una entrada de cine.
Sala Azcona, foto de la web de Cineteca Madrid |
Abajo sobre el prado de terciopelo y madera, los espectadores boquiabiertos disfrutan de la lluvia de estrellas desde el suelo de Madrid al cielo azul oscuro casi negro. Y cuando termina la representación, los proyeccionistas encienden las luces de la sala. Una humana especie de dioses que convierten la negritud del techo y las paredes en una cesta gigante de mimbre en la que el sol anochece y amanece con cada sesión.
Y así un hombre cualquiera se emociona ante el último fin de los finales.