Un hombre cualquiera se acomoda en
una cinéfila butaca para observar la vida a veinticuatro fotogramas por segundo
como un mero espectador de su propio tiempo.
La voluble cámara enmarca
arbitrariamente la realidad entre los mecanizados párpados del visor, obviando o
incluyendo involuntariamente los molestos fuera de campo o las pequeñas grandes
historias de personajes sumidos en la intimidad de sus vidas. Así, cuando la
película nada en un velado celuloide, un hombre cualquiera se entretiene esbozando
lo agazapado del encuadre, fabricando elucubraciones sobre los personajes e
improvisando desconocidos escenarios.
A pesar de la persistencia del re-encuadre,
la realidad se escapa a través de las preparadas líneas de fuga o salta por los
aires por medio del terrorista fallo de raccord, que destruye la guionizada
continuidad. Sin embargo, el carácter fugitivo y escurridizo de la realidad se
proyecta incompleta ante los manipulados ojos de los espectadores que se resignan
a percibir solamente la parcialidad de la realidad y a imaginarse lo que la
cámara les oculta.
Así, un hombre cualquiera se
precipita de la butaca para aferrarse a la realidad con los pies en paralelo
sobre el suelo a 667 metros sobre el nivel del mar.