Un hombre cualquiera sufre la
inyección dolorosa y continuada del tiempo por las agujas de su reloj analógico
de cuerda.
A media luz el tocadiscos consigue
aportar una sostenida intriga de cine negro con el vaivén de las vibraciones de
un violín quedo. A punto del infarto de miocardio, por la tensión del momento,
la amenazante aguja se aparta del vinilo con el poder de quien sabe manipular el traste del títere a su entera disposición y
voluntad. Y, la verdad, las agujas tejen el devenir con un enmarañado unir y
alejar de los hilos que se acaban reencontrando en un mundano pañuelo, antaño
dirigido por las góticas puntas de orientación divina.
El analógico avanzar del tiempo
está apuntado en cada fracción de segundo por las manecillas que pinchan y
hieren la vida de muerte casi involuntariamente. Y ni siquiera los aguijones de las preventivas
vacunas pueden frenar el crónico avance del tiempo, sin retorno y con efectos
secundarios.
Y así un hombre cualquiera ante un
descontrolado ataque de belonefobia se amarra el reloj digital a la muñeca aunque
el tiempo sigue aguijoneándole sin cesar.