viernes, 23 de agosto de 2019

Lo afortunado de las tormentas

Un hombre cualquiera pide a los dioses una tormenta de verano para sofocar el incendio de los mercurios.

Los altos cúmulos y estratos la acabaron desatando. La tormenta arreció contra las naves sin tregua hasta desguazar sus alas blancas. Su impredecible vaivén danzó de forma macabra con las naves hasta echar por la borda equipajes, mapas y marinos por doquier. Y con la ayuda de las olas acabó devolviéndolos a tierra firme. Así fue como Pericles naufragó desarrapado y mojado en plena playa, en busca de su destino entre las flotantes frases embotelladas de puño y letra por el propio Shakespeare.

A escasos metros el origen de los vientos se describía por el agitado palpitar de los abanicos, que despeinaban al pobre de Pericles e intentaban sofocar las caldeadas gradas del teatro. Al mismo tiempo que la violencia de las olas salpicaba al respetable con la frescura de una tormenta de verano, como un efecto especial perfectamente integrado en la obra. Y todo ocurría bajo la atenta mirada de una soñadora en pijama, romanizada en musa en vestido con abanico y agraciada por la fortuna de los dioses. 

Y así un hombre cualquiera observa el poder de la musa para impregnarse con la magia de los lugares que visita, entre el templo de Diana y el teatro romano de Mérida.