Un hombre cualquiera tropieza con un verso suelto en
su safari por el paso de cebra.
Por fin, la literatura toma las calles. Las bibliotecas,
las escuelas y las librerías dejan de tener puertas para que las letras vivan
en libertad. Sin imposiciones, ni candados que encarcelen a las obras en
estanterías polvorientas e inmovilicen a los lectores atados por los grilletes
de la obligación. En la mayoría de estos casos los lectores se alejan de los
libros por leyes y sistemas educativos, que se imponen a través de textos
infumables o clásicos imposibles.
Y por fin, los versos toman las calles. Los textos se
escriben sobre la pizarra del asfalto para mostrarlos con la pedagogía con la
que nos enseñaron de niños. Cuando los conocimientos se iluminaban sobre la
oscuridad de la ignorancia. Estás nuevas señales sobre el suelo no tienen una
función vial, pero guían hacia uno mismo y, en muchos casos, hacia los demás.
Y así un hombre cualquiera se echa a las calles para
cazar el poema compuesto a pedazos entre la almendra central y la M40.