lunes, 26 de noviembre de 2018

Lo versado de los pasos



Un hombre cualquiera tropieza con un verso suelto en su safari por el paso de cebra.

Por fin, la literatura toma las calles. Las bibliotecas, las escuelas y las librerías dejan de tener puertas para que las letras vivan en libertad. Sin imposiciones, ni candados que encarcelen a las obras en estanterías polvorientas e inmovilicen a los lectores atados por los grilletes de la obligación. En la mayoría de estos casos los lectores se alejan de los libros por leyes y sistemas educativos, que se imponen a través de textos infumables o clásicos imposibles.  

Y por fin, los versos toman las calles. Los textos se escriben sobre la pizarra del asfalto para mostrarlos con la pedagogía con la que nos enseñaron de niños. Cuando los conocimientos se iluminaban sobre la oscuridad de la ignorancia. Estás nuevas señales sobre el suelo no tienen una función vial, pero guían hacia uno mismo y, en muchos casos, hacia los demás.

Y así un hombre cualquiera se echa a las calles para cazar el poema compuesto a pedazos entre la almendra central y la M40.

domingo, 18 de noviembre de 2018

Lo humanizado del arte


Un hombre cualquiera entiende el museo del Prado cómo un espejo de los sentimientos que construyeron su alma.

La riqueza pictórica, arquitectónica y escultórica del interior del Prado está a la altura de las grandes pinacotecas europeas. El infinito Pantone de sus lienzos, las historias que narran cada una de sus pinceladas y la humanización del arte diseñado por sus pintores es, simplemente, envidiable. Su arte decora, inspira, emociona y, también, viste las salas y los pasillos. Y, obviamente, amuebla la mente de sus millones de visitantes cada año.

Alzado de Juan de Villanueva


Pero el síndrome de Stendhal surge antes de entrar al museo. Por ejemplo con la pirámide del Louvre, con las columnas neoclásicas del British o con el estilo 'vassariano' de los Uffizi, que complementan la grandeza de lo que estos museos atesoran en su interior. Así, el continente y el contenido se pueden entender cómo un todo, pero pueden funcionar, igualmente, como partes aisladas. Quizá para mimetizar el todo o, sobre todo, para ocultar su proceso de restauración; el Prado va a convertirse en un palacio de cristal. Se filtrará el reflejo artístico de Velázquez, Goya y Murillo para vestir los muros del museo, junto con los grandes pintores que también han enmarcado sus obras entre el Retiro y Neptuno. Porque todos, tanto aquellos que custodian desde el puesto de cancerberos como aquellos que vigilan en su interior, aportarán luz para asombrar a propios y extraños, también, de puertas hacia fuera. Las lonas mutarán en lienzos para cubrir las fachadas, replicando las obras resguardadas intramuros. Y así las aceras del paseo enmarcarán el lienzo plantado a pinceladas sobre el prado.

Y así un hombre cualquiera, en la próxima visita, agudizará los sentidos para descubrir a los que dibujaron el alma del museo.


Bicentenario del Prado: 1819 - 2019

domingo, 4 de noviembre de 2018

Lo enmarcado de las anécdotas

Un hombre cualquiera se muda a un nuevo piso cuya ventana del salón da a una pared enladrillada.

La falta de vistas se resuelve a golpe de taladro con marcos pintados y fotografiados de lugares ajenos al tiempo. Las instantáneas y los óleos habitan en la memoria que los han vivido y en las anécdotas contadas una y otra vez. Allí vuelven los rostros imberbes y las melenas morenas; carnes de cañón de álbumes apilados, ahora, en las estanterías. Hasta la invención del espejo solo los demás tomaban nota del paso del tiempo; por eso, más de uno habrá querido convertirse en vampiro para obviar el reflejo de la realidad. Así, estos marcos delimitan los recuerdos y los compilan para detener el movimiento de las agujas.

Ahí sigue la brillante concha que marca el camino entre las piedras y la incesante lluvia. Aquellos chubascos que nos hacían guarecernos en acolchados sofás al abrigo del aroma del café. Donde las literarias plumas hacían diana entre cada sístole y diástole. A borbotones, como la rojiza tierra sobre la que el cartógrafo dibujaba la grandeza de las patrias chicas. Aquellas que se pasean en bicicleta y que pueden acabar en una vuelta al mundo en 80 días. 

Y así un hombre cualquiera disfruta de las vistas al ladrillo que evitan la decoración con banderas, la protocolaria simpatía vecinal y, sobre todo, protagonizar la ventana indiscreta.