Un hombre cualquiera clausura la primavera sentado en una terraza a la espera de su propia protagonista del sueño de una noche de verano.
Era una verbena estival con una improvisada orquesta con los tintineos de copas y los
tercios apoyándose en la barra del bar. El trasiego de los camareros, las
charlas acomodadas en el giste de la cerveza y sobre todo lo luminoso
de las bombillas completaban el escenario; que se ordenaban caóticamente en la memoria visual. Lo
veraniego del calendario le otorgaba al sitio el calor de los lugares de los que
nunca quieres irte. El verano ya se rozaba con las yemas de los dedos
y un nocturno aroma de San Juan acechaba en las encendidas mechas de
las velas. No iba a ser un año sin verano.
Ella apareció en escena. Al verla el corazón de él se encendió, como un pebetero, para inaugurar el
primer beso del verano. La frescura de su vestido, que cabía todo en una
nuez, hizo subir unos grados lo encarnado del mercurio y de las
mejillas de él, que desesperaba detras de un tercio, agotado por la sed.
Ella volvía a ser morena y a sonreír con la ingenuidad de la fugaz
juventud. Era la primera cita de su séptimo aniversario.
Y así un hombre cualquiera se prepara para el séptimo acto dejándose llevar por lo que Shakespeare imaginó de la soñadora en pijama.
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