Un hombre cualquiera sabe a ciencia cierta que la mecha del
pirómano es tan negra como el dinero con el que le financian la gasolina los
corruptos.
A pesar de las cenizas, del humo y de los oscuros intereses
hay que negar la pena, la pesadumbre y la impotencia de uno de los pueblos más
valerosos con los que he convivido. Resurgirán de las cenizas del Fénix para
reverdecer sus montes, emblanquecer las fachadas ahumadas y ponerle buena cara
al mal tiempo (más necesario que nunca). Ciertamente, el baluarte de su
grandeza reside en sí mismos y en la fortaleza conseguida por las mil batallas
que han librado, sin atisbar nunca el final de la guerra. De hecho, cada vez
que una negra sombra les asombra los gallegos se crecen para combatir al
enemigo y defenderse contra viento, fuego y marea.
Muchas han sido las sombras y las luchas: los ennegrecidos
naufragios que tintaron playas, rocas y hasta el orgullo; los descarrilamientos
de vidas hacia la bendición del Apóstol; o, la foracidad de las llamas a pulmón
abierto; ninguna batalla, absolutamente ninguna, ha podido empequeñecer a los
rumorosos de Breogán bajo la plácida luna. Como siempre, después del caos,
deberán batallar, nuevamente, contra los ignorantes, los salvajes y los
imbéciles; aquellos que no entienden que el monte es un patrimonio inviolable
ante el fuego, ante los intereses económicos y, sobre todo, ante las artimañas
legislativas de los diputados y gobiernos sin visión de futuro. Un futuro
oculto tras los fajos de billetes de la mesa de sus despachos, tras la usura de
su inmoralidad y tras sus cuentas corrientes con números negros como el tizón. Ojalá
que el humo les nuble los sueños y sus pesadillas se vean nítidas por la
claridad del infernal fuego que han provocado.
Y así, un hombre cualquiera espera que, pronto, las lluvias
y las lágrimas derramadas provean de vida a lo que nunca tuvo que ser pastos de
las llamas.
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