Un
hombre cualquiera imagina las ondas radiofónicas trotando en pleno
vuelo hasta alcanzar cada transistor.
Quien
dijo que una imagen vale más que mil palabras no había escuchado
jamás la radio, o no le había prestado la atención que requiere.
Esas mil palabras pueden detallar hasta la extenuación el matiz del
color, el ángulo de cada forma y hasta el volumen cúbico que a
simple vista pasarían totalmente desapercibidos. Además, la
narración del locutor evoca la imaginación dormida, alimenta la
capacidad reflexiva y humaniza lo contado sin lo prejuicioso de la
mirada y lo desapegado de la lejanía. Lo contado, más que lo leído
o lo visto, profundiza en la conciencia, por la íntima relación
invisible entre el locutor y el oyente.
Y,
con todo y con eso, la radio se basa en la característica
fundamental del ser humano, la comunicación. Son las ganas de contar
con la necesidad de saber. Incluso, en ocasiones, se invierten los
papeles cuando el locutor abre los micrófonos a los oyentes y ellos
se convierten en protagonistas. Ambos amarran los micrófonos para
que los mástiles permitan ondear las palabras a pesar de la fuerza
del viento.
Y
así un hombre cualquiera seguirá creyendo en las narraciones
radiofónicas que alimenten el mito de Pegaso.
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