miércoles, 11 de septiembre de 2019

Lo cinematográfico de los turistas


Un hombre cualquiera otea lo divino de las alturas y lo insignificante de lo humano desde la azotea del Empire State.

Distraída mirando el móvil, la mujer de tez pálida y melena dorada obviaba las vistas de los ventanales, como si se tratara de un inerte trampantojo. Ella con su estiloso vestido color camel parecía salida de una película de los años 30. Quizá era por el vuelo de su falda o, también, por el recatado escote que vestían las curvas de aquella convulsa década. O quizá era la incidencia del tungsteno sobre su perfil, pero guardaba un asombroso parecido con Ann Darrow.

Ella parecía nerviosa, como esperando a alguien que no acababa de llegar. De hecho, su oscilante vaivén materializaba sus nervios, haciéndole retroceder unos centímetros hasta toparse con una mano descomunal a su espalda. Accidentalmente quedó encajada entre aquellos dedos, mientras era observada tras los cristales por los ojos curiosos de aquel voyeur improvisado. Al intentar zafarse de la trampa tocó la peluda extremidad y el miedo se hizo patente en sus asustados ojos, que acabaron por cruzarse con los de él. Se le cortó la respiración unos segundos, pero aguantó sin gritar. Tan solo lo que tardó en coger aire para convertirlo en un magnífico alarido. A 80 pisos bajo sus pies sintieron su miedo y, unas décimas de segundo después, también sus carcajadas. Y las de todos los turistas de la planta. Aquella rubia despistada se había topado con King Kong. Más bien con una recreación para disfrute y, por lo visto, susto de los visitantes del icónico monumento neoyorquino.

Y así un hombre cualquiera disfruta de los escenarios de película que construyen la ciudad que roza las estrellas desde sus azoteas.


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