Un hombre cualquiera acude a su cita mensual con la banca,
que es un colchón sobre el que dormir con las ojeras de un sonámbulo.
La visita al banco se hace como cliente, pero uno se siente
esclavo porque el dinero compra nuestra cotidianidad y contabiliza nuestro
tiempo por céntimo ahorrado. Tras pasar
el arco metálico, por nuestra seguridad y la de su dinero, hay que apretarse la
corbata porque la hebilla del cinturón no encuentra más agujeros que escalar. ¡ESPERE
SU TURNO! (un silencioso grito desde el infernal mármol) mientras, al otro lado
de la línea, unos cuchicheos negocian un nimio alto interés al enormísimo
porcentaje TAE.
Tras abandonar el
confesionario el anterior esclavo corriente, los ojos del cajero con su media
sonrisa deja congelado el ardiente enrojecimiento de mis números, rojo sobre
blanco, en la cartilla de ahorros. Su ensayada sonrisa (habitualmente en sus
mejores bancos) tenía algo de familiar y mediático. En un inapreciable momento,
una estética modificación hizo mutar las facciones del banquero en la
terrorífica cara dura del egregio e insigne Cristóbal Montoro. Este indómito
malabarista de las cifras circunda las vocales de su propio nombre para ocultar
la Mentira, ante propios y extraños.
Y así un hombre cualquiera acaba buscando ofertas de colchonerías
en el paseo de los Melancólicos esquina con el Metropolitano.