lunes, 4 de noviembre de 2013

Lo atronador de las herraduras

Un hombre cualquiera camina sobre las quebradizas hojas que protegen al adoquinado de la ciudad, cuando un trote agitado asalta la otoñal estampa frente al teatro.

El ruidoso silencio urbano se rompe con el más nimio susurro de la tarde, que se acompaña por el pausado y rítmico choque de las herraduras contra los gastados adoquines. El rápido trote acaba alcanzando al solitario paseante, que para su asombro, no observa a ningún picassiano equino sobre los charcos de la calzada, sino a un hombre, que paso a paso, deja las huellas de unas herraduras de estreno que hunden  el rojo de las alfombras.

¡MUCHA MIERDA! (le gritan desde un decimonónico universo paralelo frente al teatro). En ese momento, el actor entra camino de los camerinos para convertir el fulgurante galope del caballo en un atronador aplauso, materializando el guión en realidad. Los carruajes colapsan la entrada del teatro a la hora en que el personaje se apropia del actor y las butacas olvidan el vacío de los ensayos. Y mientras las luces pierden su brillo en la oscuridad, el telón deja paso a una Doña Inés que desempolva el tiempo del guión a la espera de su Don Juan.


Y así un hombre cualquiera se pierde entre la frontera de la realidad y la ficción que regenta el taquillero del teatro ante el rojo terciopelo del escenario.

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