Un hombre cualquiera camina sobre las quebradizas hojas que
protegen al adoquinado de la ciudad, cuando un trote agitado asalta la otoñal
estampa frente al teatro.
El ruidoso silencio urbano se rompe con el más nimio susurro
de la tarde, que se acompaña por el pausado y rítmico choque de las herraduras
contra los gastados adoquines. El rápido trote acaba alcanzando al solitario
paseante, que para su asombro, no observa a ningún picassiano equino sobre los
charcos de la calzada, sino a un hombre, que paso a paso, deja las huellas de
unas herraduras de estreno que hunden el
rojo de las alfombras.
¡MUCHA MIERDA! (le gritan desde un decimonónico universo
paralelo frente al teatro). En ese momento, el actor entra camino de los
camerinos para convertir el fulgurante galope del caballo en un atronador
aplauso, materializando el guión en realidad. Los carruajes colapsan la entrada
del teatro a la hora en que el personaje se apropia del actor y las butacas
olvidan el vacío de los ensayos. Y mientras las luces pierden su brillo en la
oscuridad, el telón deja paso a una Doña Inés que desempolva el tiempo del guión
a la espera de su Don Juan.
Y así un hombre cualquiera se pierde entre la frontera de la
realidad y la ficción que regenta el taquillero del teatro ante el rojo terciopelo
del escenario.
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