Un hombre cualquiera saborea un almuerzo de gin tonic, al
aroma cítrico de la lima, en una precoz
terraza estival de marzo.
Dos mesas más allá, una pareja de mediana edad se volvía a
reunir en la terraza de su primera cita, iluminados por un resplandeciente
mediodía de domingo. El camarero les sirvió un verdejo en copa alta, midiendo
la sutil equidistancia entre el colmado y el vacío. Así, medio llena o medio deshabitada,
la realidad se reflejaba inversamente proporcional a la cantidad de reproches y
malentendidos que planeaban sobre aquella enrocada partida de ajedrez, derivando
a un callejón de tablas sin salida. La sincera cojera de la mesa hacía oscilar
la balanza por el ligero peso de los argumentos, reflejando sobre el espejo del
fermentado alma del vino un nimio porcentaje de ventaja a cada uno con cada
embestida dialéctica.
Fotografía cedida por http://www.flickr.com/photos/saulgobio |
Al final todo se construye sobre una inmóvil realidad cambiante, parafraseando la máxima de Giuseppe di Lampedusa. A pesar de todo, las voces independientes se extienden por los cuatro costados frente al inmovilismo de las altas jerarquías, desde lo alto de los castell catalanes hasta el rumor de gaitas de los highlands escoceses pasando por el tenue oleaje de los gondoleros por el Gran Canal. El efecto óptico de las copas se torna en realidad frente a la cada vez más irreal, miope y embriagada visión de los inquilinos de los escaños, que transforman los contratos políticos en cheques en blanco al portador.
Y así un hombre cualquiera presencia el deshielo de las
conversaciones del contigo y sin ti al calor de un precoz mayo en pleno idus de
marzo.
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